El profesor Faurisson -de ochenta y seis años de edad- va camino de pasar a la historia por héroe (y mártir) de la libertad de conciencia por paradójico que algunos les parezca. Una libertad interior –libertad de conciencia o libre albedrío- que le veta al profesor francés el asentimiento de fe (assentio fidei) que se le exige a una verdad histórica oficial (sic) sobre determinados puntos y aspectos de la historia de la Segunda Guerra Mundial. Al precio de la persecución y de la cárcel que le amenaza de nuevo ahora. Unas leyes de excepción liberticidas -anti-negacionistas o anti-revisionistas- que conculcan flagrantemente derechos reconocidos en las constituciones de nuestros países occidentales. Como la ley francesa –Ley Gayssot del nombre del diputado comunista (nota bene) que la impulsó- que se le pretende aplicar (e infligir) ahora al historiador revisionista. O como la ley de la Memoria Histórica, que algunos sueñan de ver aplicada en España por los tribunales, como se ve ya aplicada –con fuerza vinculante de ley- en los ámbitos académicos o universitarios por cima de los Pirineos, por ejemplo aquí en Bélgica. ¡Vivir para ver fantasmas míos!Robert Faurisson no se ha visto condenado tras una audiencia de diez horas (diez) de duración por un tribunal de parís -aunque ciertos medios israelíes lo den ya por hecho y lo anuncien en sus ediciones- que aplazó la sentencia hasta el próximo 15 de septiembre. Y la sorpresa y estupor que me producen esas especulaciones periodísticas sobre el historiador revisionista (de ochenta y seis años de edad) –¿o acaso sabe el diario judío ya por anticipado la sentencia a pesar del secreto que la envuelve?- es tanto mayor que llevaba yo mucho tiempo sin oír hablar de él, hasta el punto que llegué a pensar que hubiera fallecido.
El desafío o mejor dicho el guante del desafío que deicidio recoger en su momento el profesor Faurisson es de órdago a la grande en la medida que se sitúa (estrictamente) en el orden de los principios más generales y absolutos, mucho más que en el terreno de la investigación histórica. Y es en la medida que es un debate el suyo que surca claramente la esfera del libre albedrío, o en otros términos de la libertad de conciencia.
Como lo ilustra (clamorosamente) un escrito de una treintena de historiadores franceses que reaccionaron a la publicación –a finales de los años setenta- del estudio de Faurisson que le hizo céle bre sobre los hornos crematorios de Auschwitz de donde él deducía la imposibilidad (“técnica”) de la existencia de cámaras de gas en el célebre campo de prisioneros en Polonia durante la Segunda guerra Mundial.
Las cámaras de gas fueron técnicamente posibles (sic) porque existieron. No es admisible pues (ergo) ningún debate sobre su existencia. Punto. Una petición de principio de lo más grosera y escandalosa –en el plano conceptual o del método- la que opusieron, sin ruborizarse en lo más mínimo, a aquel estudio ese grupo de historiadores defensores de lo histórica y políticamente correcto. Por mucho menos lleva clavada en la picota la España (católica) de las guerras de religión por cima de los Pirineos y en particular aquí en Bélgica desde hace siglos. Y es por culpa de una Leyenda Negra que nos colgó desde entonces el sambenito de enemigos jurados de la libertad de conciencia. Una postura dogmática –la de los anti-negacionistas de ahora-, que ni siquiera se refugia en lo sobrenatural como ocurría con las afirmaciones dogmáticas del pensamiento teológico –católico o protestante- de otras épocas.
La historia fue así, y no asao. Un procedimiento –dogmático y en cierto modo irracional- que se diría copiaron a los anti-negacionistas franceses los mentores y autores (en España) de la ley de la Memoria histórica. No hay mas -así reza la filosofía que inspira esa ley funesta- que una verdad histórica (sic) –sobre la guerra civil- que tiene que acabar siendo reconocida oficialmente. Y sólo el dia que eso acontezca se podrá decir que ha acabado la guerra civil del 36 con el triunfo (sobreentendido) de lo que fueron declarados vencidos entonces, por el célebre parte de guerra del Primero de Abril.
Y mutatis mutandis, en la medida que los guardianes de lo histórica y políticamente correcto por cima de los pirineos no admiten –por fuerza de ley- que se pueda poner en discusión la verdad histórica oficial sobre ese punto concreto –que Jean Marie le Pen califica de “detalle”- de la historia de la Segunda Guerra Mundial-, se pueda decir que aquella guerra no se ha acabado todavía, y que no puede verse (aún) convertida en historia ni en literatura setenta años ya trascurridos desde su terminación oficial.
Lo que viene a verse confirmado e ilustrado a la vez por la guerra civil (española) interminable del 36 –la Guerra de los Ochenta y Tantos Años como yo la llamo- , y es en la medida que se trató –por tantos y tantos conceptos (en sus inicios)- de la primera batalla de la Segunda Guerra Mundial, y que lo mismo que sólo la terminación oficial de la Guerra de los Treinta Años –con la paz de Westfalia- puso fin a las guerra de Flandes –o guerra de los ochenta Años (en la terminología en uso en Bélgica y en los países bajos)- sólo la terminación definitiva de la guerra del 36 perpetuada en sus sucesivas formas de guerra asimétrica hasta hoy, pondrá un punto finas definitivo a la segunda guerra mundial (en las conciencias y en los espíritus)
O puesto por pasiva, sólo cuando se deje de perseguir con leyes de excepción liberticidas –que conculcan grosera y flagrantemente principios y derechos reconocidos en las deferentes constituciones de los países occidentales- a los que osan infringir los tabúes de lo históricamente correcto –sobre la guerra civil española o sobre la II Guerra Mundial- se podrá decir que la guerra civil europea –término utilizado por el historiador alemán Ernst Nolte- haya concluido definitivamente.
Y quien pueda entender que entienda (como reza la biblia canónica)
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