Robert Brasillac, figura emblemática -y martirial- del nacionalismo francés, y amigo fiel de la España nacional durante la guerra civil. Nacido en Perpignan de padre militar, oficial del ejército francés muerto en la guerra en Marruecos (en 1914) Y de ascendencia catalana (como su nombre indica) La inmensa mayoría de los habitantes de la Cataluña francesa se sienten hoy franceses de pies a cabeza, y nos parece bien que así sea. Lo que les inmuniza al menos contra el virus separatistaEl ministro francés de Exteriores hizo llegar hace unos días una nota (verbal) de protesta a través de la embajada española en París por la reivindicación (territorial) aprobada en el Parlamento catalán de la Cataluña francesa, a saber el Rosellón. Y no deja de tener su chispa la circunstancia que concurre en el jefe de gobierno francés, Manuel Valls, de tratarse de un oriundo, de padre “catalán -y madre italiana- nacido en Barcelona. "El Rosellón es español”, le oí yo afirmar tajante delante mía a Blas Piñar, charlando con Eugenio Vegas Latapié -y en presencia de Monseñor Lefebfvre que presidía el almuerzo- en la comida (30 de junio del 78) organizada a raíz de mi primera misa/tradicionalista en el Hotel Melia Castilla de Madrid (que se apresuró a condenar el cardenal Tarancón en una nota de prensa)
Y tal vez que lo dijo -una suposición mía- no tanto por Monseñor Lefebvre (que no hablaba español) sino para que yo me diera por aludido, por no notarme o sentirme demasiado sensibilizado en el tema, o suponerme así tal vez, después de llevar yo cuatro años residiendo en Suiza francófona y conviviendo con franceses (nacionalistas) -en el seminario de Ecône- y si no me di por aludido (del todo) también es cierto que hasta hoy no llegué a una postura de las que se pueden llamar irreversibles e inamovibles en el tema. Y lo mismo me ocurriría tantos año después en la conferencia que pronuncié el pasado mes de febrero -con motivo de la presentación de mi libro “Cataluña en guerra. La revancha de los oriundos”-, en la librería Europa de Barcelona ante un auditorio de asistentes de los de ocho apellidos catalanes y en donde salió a relucir el tema del Rosellón en el turno de preguntas y respuestas y que sentí en todos ellos a flor de piel y donde salieron a relucir agravios (seculares) de limpieza étnica y demás en contra de los franceses.
Hace ya años leí en la red uno de esos comentario tan fugaces como triviales en apariencia y tanto más reveladores por la espontaneidad y la sinceridad que garantizaba su anonimato y sin duda escrito sin intenciones y sin segundas cualquieras, y era que del otro lado de los Pirineos no se oía hablar catalán (sic) más que a los quinquis del mercado de abastos (o mercado central) de Perpignan. Y retuve especialmente la alusión a los quinquis, un tema que no me dejó indiferente de antiguo como aquí sin duda todos ya lo saben. ¿La situación ha cambiado acaso en el plano lingüístico en los últimos años, como lo dan a entender recientes manifestaciones catalanistas en la capital (histórica) del Rosellón que acabo de mencionar? Es posible. Pero eso nos nos debe llevar necesariamente a un replanteamiento del tema tal y como lo venimos enfocando de antiguo.
En mi libro “Cataluña en guerra” hacía un repaso de la la historia de Cataluña en la Edad Moderna, que en la versión histórica del catalanismo daría comienzo precisamente en 1641, la efemérides (funesta) de la revuelta de los “segadors” y de la creación de la república catalana, estado títere de la monarquía francesa -en tiempos del rey de Francia Luis XII, y del cardenal Richelieu- que duraría once años (bajo ocupación francesa) hasta la firma de la paz de los Pirineos (1659) en la cual se consumó la partición de la región, léase la anexión a Francia del Rosellón (y de la Cerdaña) Y ni los nobles catalanes movieron un dedo entonces por tratar de recuperarlo -y mucho menos los segadores aquellos-, ni el rey Felipe IV consintió nota bene en canjearlo por Flandes -léase los Países Bajos del Sur- como por tres veces se vio propuesto por los negociadores franceses.
Lo que pone en el terreno de los derechos históricos, y de la españolidad en un mismo plano de igualdad la Cataluña francesa y estas tierras de Flandes en la que llevo ya treinta años residiendo, un dato todo menos trivial que me hace preguntarme si esa fibra patriótica que algunos tal vez se sintieron en un omento dado en el deber de poner a prueba en mí en relación con el Rosellón, no fuera precisamente lo que me llevaría a mantener una postura distante -que me diga equidistante- en el tema, no más española -léase reivindicativa- en el Rosellón que en Flandes. Las rupturas o amputaciones territoriales además, no fueron tampoco -ni mucho menos- exclusivas de la monarquía española.
Y a la mente me viene el caso de la perdidas territoriales que sufrió al nacer el estado belga independiente -bajo la actual dinastía- que tuvo que aceptar por imposición de las grandes potencias garantes de su nacimiento y de su independencia, a saber, una gran parte da la antigua región histórica del Limburgo -la situada al este del río Mosa- habiendo formado parte de los Países Bajos españoles (más tarde austriacos) que pasó entonces a formar parte de la provincia holandesa del mismo nombre con Maastricht como capital y en ella dos ciudades de tanta raigambre hispana (y católica) como lo eran Venlo -”la Negra" (léase católica e hispánica) como la conocen aún hoy los holandeses- y Roermond, sede episcopal, que habían seguido formando parte de España a seguir a la Paz de Westfalia hasta el Tratado de Utrecht.
Y más flagrante todavía lo sería la perdida (belga) de gran parte del Luxemburo histórico -lo que hoy constituye el Gran Ducado (estado independiente)- que tras la revolución belga quedó aún durante décadas bajo poder holandés (compartiendo soberanía con el rey de Prusia, después de haber sido hasta un siglo antes bastión primerísimo del poder militar español por encima de los Pirineos.
Otro ejemplo de amputación territorial en la Edad Moderna, secuela fatal del proceso histórico de formación de las naciones europeas, lo ofrece el Alto Adigio, enclave germano en los Alpes orientales -bajo soberanía italiana- que cuenta de antiguo un fuerte movimiento autonomista y que constituiría una importante reivindicación austriaca. El Alto Adigio -o Tirol del Sur (en terminología alemana)- fue italiano desde el final de la Primera Guerra Mundial tras verse conquistado por las tropas alpinas. Curiosamente -como los neo fascistas italianos no dejarían de recordarlo-, ni siquiera Hitler se atrevió a reclamarlo limitándose a acuerdos con la Italia fascista de reasentamiento de las poblaciones de lengua alemana del área aquella dentro del III Reich.
¿Morir por el Rosellón? No creo que ni siquiera los separatistas estén por la labor, como no lo estuvieron sus antepasados ideológicos, el canónigo Pau Clarís y los segadores aquellos asesinos además de sediciosos (que se cobraron ignominiosamente la vida del Virrey de Cataluña, de vieja y rancia estirpe catalana) Y no creo que mis buenos amigos catalanes -tanto los de la librería Europa como José Anglada y su nuevo partido- me desmentirán en lo que aquí habré venido exponiendo. ¿Lo reclamó acaso Franco al mariscal Pétain en su encuentro en Montpellier (durante la Segunda Guerra Mundial)?
Y puestos a preferir, mil veces antes un Rosellón bajo la égida de Marine le Pen y el Frente Nacional -mayoritarios hoy por hoy en aquel departamento (Pirineos orientales)- que bajo la férula de los descendientes (ideológicos) de aquellos segadores apestosos y criminales (y separatistas y renegados) Y el gobierno español debería acabar pronunciándose en ese sentido. Poniendo así coto a las provocaciones separatistas. Y contra los aprendices de brujo
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