Plaza de Lavapiés, en cuesta abajo. Símbolo inmarcesible de un Madrid de barrios bajos, marcado por la guerra civil (en zona roja) que quisieron resucitar tras la Transición los herederos de la memoria de los vencidos. Zona emblemática del distrito Centro por donde pasa en lo sucesivo la línea divisoria izquierdas y derechas tras las elecciones del pasado domingo. ¿Barrios humildes como escribe ahora el diario el Mundo a la gloria de la jueza roja, Doña Rogelia? Más que humildes, castizos sí lo fueron. Hoy mayormente Lavapiés es un barrio de ocupas y de emigrantes extranjeros (con papeles o sin ellos) que le dieron tantos votos el pasado domingo a la jueza roja. De barrios/obreros hoy ya nada, y de pobres tampoco, y con mejores servicios públicos –en el transporte por ejemplo, porque los poderes municipales y autonómicas (de izquierdas y derechas) les dieron preferencia (por lo que fuera) desde hace décadas- que la zona del Madrid Norte (léase los Madriles de derechas), donde se concentra hoy el Madrid de los madrileños mas auténticos, un Madrid señorial con promesas de futuro digan los medios lo que quieran. En Lavapiés, en la misma plaza, que conste, frecuenté yo (gustosamente) una sede de la Guardia de Franco a finales de la década de los sesenta. Sin problemas. O tempora o mores!El balance de la jornada electoral del domingo no ofrece a ese corifeo de indignados –desde sus inicios- que es el diario el Mundo de antes y después de Pedro Jota -como le llamaban los suyos, las recepcionistas de dicho periódico siendo él aún el director- no puede estar más claro, Doña Rogelia habrá arrasado (sic) en los barrios humildes, Esperanza Aguirre en cambio en los barrios de ricos (que Umbral llamaba los Madriles de derechas) La lucha de clases del odio de unas clases contra las otras, lo que trae de vuelta Podemos como lo denuncio –pruebas y explicaciones al canto en mi reciente libro “Guerra de 36 e Indignación Callejera” De unas clases contra otras, y de unos barrios contra otros.
Decir que el Madrid Sur o el Sur de Madrid lo componen barrios obreros (sic) como vienen pregonándonos el Mundo y otros medios en los que habrá prendido también la fiebre de la indignacón callejera es decir todo y no decir nada. ¿Carabanchel Arganzuela, Usera, Villaverde barrios obreros? Lo fueron, sí ¿lo siguen siendo, barrios de braceros y jornaleros de pañuelos de cuatro puntas en la cabeza contra el sol y de tartera que sus santas les preparaban la noche anterior con el mayor de los esmeros o de mecánicos de mono azul mahón (falangista) o incluso de sufridos empleados lápiz a la oreja y de manguito?
Está claro que todo eso paso la historia, y que los pobladores de esos barrios vendrían a engrosar en gran medida las nuevas clases surgidas ya en el franquismo y que continuarían su ascensión fulgurante a costa de otras marcadas (al rojo) del estigma de la derrota histórica –en la segunda guerra mundial para entendernos- es algo que también expongo y explico en mi reciente libro, sin la que no se explica el sustrato sociológico de la problemática de los desahucios que serviría de telón de fondo principalísimo a la revuelta -pacifica o violenta, según las ópticas, y no menos insidiosa y venenosa- de los indignados. Como lo ilustraría la oleada de suicidios que azoto a la sociedad española y a su opinión publica el pasado años jaleados y aventados por ciertos medios en un fenómeno, con pocos precedentes en la prensa española, de terrorismo psicológico.
Funcionarios o asalariados por lo general viéndose víctimas de un al paso pero en modo alguno ubicables en los barrios humildes o catalogables entre la clase obrera y que si se habían visto contagiados en cambio de esa euforia –como una fiebre contagiosa- que la bula inmobiliaria propagó mayormente entre esas (nuevas) clases emergentes, que en una fuerte proporción –como también lo explico en mi libro- arrastraban una memoria histórica de vencidos de la guerra del 36. Una ilustración cegadora a fuer de elocuente de lo que aquí dejar sentado pretendo la ofrece uno de esos barrios humildes de lo que habla el Mundo en su balance de las elecciones del domingo, precisamente en el barrio donde Doña Rogelia alcanzo su mejor resultado, a saber del distrito Centro.
Me estado dando un repaso de geografía urbana –y administrativa madrileña a toda prisa- para aclararme por completo de que se habla cuando oímos hablar de de Madrid, zona Centro, que tenemos tendencia muchos madrileños al menos a identificar al distrito centro. El Centro (en Madrid) es el centro de siempre y además dentro de él se ubican auténticos microcosmos que son hoy por hoy y ya de antiguo auténticos universos cerrados herméticos hasta cierto punto –guetos para dejarnos de eufemismos- algo lo que solo se percatan los de fuera cuando intentan conocerlos por dentro o penetrarlos un poco, como el barrio de Malasaña, el barrio o zona de Lavapiés, el barrio o zona de Tirso de Molina (y la plaza de Antón Martín) y el barrio o zona de Huertas.
¿Barrios humildes? Barrios castizos eso sí, castizos en el sentido decimonónico de un espíritucastizo madrileño -goyesco del Dos de mayo (y un tanto chulesco también)- aunque en las últimas décadas por culpa de la presión inmigratoria haya acabado perdiendo en gran parte su fisonomía. Barrios de izquierdas también, “alternativos” (como le dicen por cima de los pirineos) pero no propiamente barrios obreros de los de antes de la guerra civil que se situaban más al Sur dentro del perímetros urbano de la capital todavía.
Esos barrios, zonas o barriadas que protagonizaron la movida madrileña de la Transición arrastran todo aquello todavía como un magma de ideas y de posturas y actitudes de aquellos años, no se pueden calificar sin un golpe de tuerca semántico de gran violencia, de humildes o de obreros. El de Lavapiés fue al estallar la guerra civil, es cierto, teatro de los desmanes de unas milicias obreras desatadas en una orgia incendiaria, contra iglesias y monumentos, hoy ochenta años después, Lavapiés es mayormente un barrio de ocupas –marginales delincuentes o semi-delincuentes- y de emigrantes extranjeros (con o sin papeles), en la imagen que consigue dan de él al menos los medios a los que no somos de allí y nunca allí vivimos (aunque en ciertos momentos lo frecuentásemos)
Como lo ilustran esos trescientos mil votos (trescientos mil) de diferencia entre el resultado de Ahora Madrid en la comunidad de Madrid y en la capital, donde emigrantes extranjeros (con papeles) –mayormente concentrados en Lavapiés y en otros barrios de la zona Sur de la capital- podían votar en estas elecciones (…)
Habas contadas no obstante. La división Norte Sur de Madrid es un hecho confirmado tras las elecciones del domingo y el pasaje electoral de la capital de España que aquellas dejarían a modo de balance. Prefiguración mutatis mutandis y con las extrapolaciones históricas y geográficas que se imponen, de la línea de trincheras del 36, para qué andarnos con rodeos. Y en uno de los análisis que habrán surcado los medios estos dos últimos días a cuenta de ese fenómeno se señalaba el parque del Retiro por su parte Sur de línea divisoria entre esos dos Madrid (o Madriles) y entre las Dos Españas de la guerra civil que todavía dura.
Y como para ilustrar esa observación tan certera, circulaban a profusión en las horas que duró el recuento electoral fotos e instantáneas de la Cuesta de Moyano en plena línea divisoria de la que aquí hablo donde se habían concentrado s partidarios de Podemos y de su líder a gritos (sic) de Madrid será la tumba del fascismo como si preparasen una nueva ofensiva (revolucionaria) a partir de Vallecas y otros (antiguos) barrios obreros, del otro Madrid el de los fachas, el de los ricos, en suma el de los que ganaron la guerra o si se prefiere la primera batalla –del 36 al 39- de aquella guerra de los Ochenta y Tantos Años (interminable) como la llamo en mi libro reciente.
Y como queriendo quitarle hierro al desafío que pesaría sobre la velada electoral, un artículo del diario El Plural venía a dejar sentado que Podemos no era lo que de ellos se dice –o decimos algunos-, que no venían (sic) a resucitar la guerra civil, igual que del PP no se decía –o no podía decirse, apostillaba púdicamente el autor del artículo- que fuera un partido de totalitarios irredentos. Como un voto piadoso, a modo de conjuro o de exorcismo así me sonaba a mí y sin duda a muchos otros ese artículo de un diario tan emblemático (progre) La juez roja dice ahora –en una de esa declaraciones que está multiplicando en las últimas horas- a modo de sorna contra su rival (que la derrotó), Esperanza Aguirre, que ella cree profundamente (sic) en la reinserción. Perdónalos porque no saben de lo que hablan.
¡Maquinaria (corrupta) de la justicia democrática en España y fuera de ella! Ahí es donde se esconde la mayor de las corrupciones, la que cohabita con gusto con el mundo del hampa, de los bajos fondos, de la delincuencia y del crimen organizado. La reinserción -¡pesadilla de sus circuitos infernales!- es un negocio (jugoso) en los sistemas democráticos siempre en provecho de delincuentes y bandidos y criminales incorregibles y a costa de las pobre víctimas inocentes del sistema (judicial y penitenciario) que se ven atrapadas en sus redes y barrotes y laberintos, que fungen fatalmente de chivos expiatorios.
Y oyendo expresarse en esos términos a la juez roja, me parece estar leyendo relatos que inundaban las cárceles (de derecho común) por las que yo me vi obligado de transitar en momentos dados de mi vida –siempre fuera de España- de criminales que encontraban/al/señor naciendo así de/nuevo (born again) en el fondo de sus celdas, y todavía guardo dentro la impresión de escepticismo (profundo) y de vergüenza ajena que aquellos relatos –vistos “desde allí dentro” y la explotación (periodística y comercial) que alguno pastores evangélicos conseguían de ellos-, me producían. Como me la producen ahora las lecciones de moral de la jueza roja, Doña Rogelia.
Porque la regeneración –que no la reinserción- es otra cosa muy distinta, que en la lengua española contemporánea viene de cirujano de hierro como todos saben, ese mito o sueño del regeneracionismo español que Franco vendría a encarnar en la mente de alguien tan fuera de sospecha como lo fue Don Miguel Unamuno. Como lo había encarnado antes -lo reconociese o no este último- Don Miguel Primo de Rivera
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