Retrato de uno de mis antepasado en línea directa por la rama materna (de Krohn), mi tátara tatarabuelo, Jonas Jonassen, capitán corsario y jefe de corsarios al servicio del reino de Dinamarca, durante las guerras napoleónicas. Del bando de los vencidos de la guerra de las Cañoneras.Una de las dos niãs que aparecen a la izquierda y a la derecha de la foto, fue pues mi tatarabuela, tras su casamiento con Martin Cornelius Krohn, mi tatarabuelo.El pasado colectivo, léase la memoria enterrada o sumergida en los más hondos repliegues y recovecos de la conciencia (individual) nos domina y nos gobierna mucho más de lo que nos pensamos, y no hizo falta que vinieran Freud y el moderno psicoanálisis a realzar una verdad que la psicología moderna –“de las profundidades”, en lengua alemana- habían dejado ya sentado desde hacía mucho antes en la historia del pensamiento.
Es lo que me viene a la mente de golpe ahora poniéndome a escribir este artículo, a raíz de un descubrimiento (magno) del orden de la ascendencia familiar (la mía propia) que habrá sido para mí el venir a conocimiento por conducto familiar próximo de un capítulo de mi historia familiar, la de mi apellido Krohn, referente a uno de mis antepasados (directos) del que lo desconocía todo ni había oído nunca hablar a pesar de figurar negro sobre blanco en un árbol genealógico familiar que se vio entronizado en la pared, en lugar de honor de mi domicilio familiar de mis padres, desde mis años joven.
Y se trata de una figura de particular colorido, que forma parte de la historia del reino de Dinamarca y en parte también del de Noruega, y que se habrá visto desenterrada en el recuerdo estas últimas décadas. Jonas Jonassen mi tátara tatarabuelo por la rama materna, suegro de mi tatarabuelo Christian Cornelius Krohn fue –me entero (con pasmo) ahora- una especie de almirante Nelson del reino de Dinamarca envuelto, en tiempos de las guerras napoleónica, en la lucha por la hegemonía continental entre el emperador de franceses y el Reino Unido.
La presencia vikinga en España fue mucho más importante y mucho menos negativa de lo que lo reconocen una historiografía parcial y una memoria (artificialmente) reconstruida. Y está claro hoy que a su manera también ellos participaron en la Reconquista, y dejaron una huella innegable entre españoles. Como lo ilustra la corriente migratoria escandinava hacia la Península en los tres últimos siglos, persistente y significativa por minoritaria que fuera, especialmente en Andalucía (...)En respuesta al bloqueo de los estrechos noruegos –del Sund y de Skager-Rak- por la Royal Navy, el rey danés, Federico VI -en su fase ilustrada y progresista, y napoleónica, de antes de la derrota- expedió patentes de corso (sic) (letters of marque) a unos seiscientos marinos de entre los súbditos de su reino –daneses y noruegos-, entre ellos mi antepasado que tras la proeza que protagonizó consiguiendo recuperar otro buque corsario noruego apresado por los ingleses, recibió de manos del soberano danés una de las mayores distinciones de su reino.
Hasta ahí el relato familiar escueto –y a la vez rigurosa y profusamente documentado- que invita no obstante a verse resituado en un contexto histórico más amplio, y es el de la historia del siglo XIX en su totalidad, en lo que tuvo de matricial del siglo XX que le seguiría.
El reino de Dinamarca fue uno de los grandes perdedores del desenlace de las guerras napoleónicas en la medida que perdió no sólo la isla de Helgoland a manos de los ingleses sino sobre todo la otra gran componente (o la otra mitad) de su reino, la Noruega, que pasaría a formar parte del reino de Suecia antes de pasar a convertirse en reino independiente.
Esas aguas estos lodos, porque un siglo después, al estallar la Primera Guerra Mundial, los resentimientos anti-británicos seguían muy vivaces en los países escandinavos. Como lo ilustra el caso de mi bisabuelo Jean (Olaf) Krohn que se instaló en España -en Sevilla- a finales del siglo XIX y que a todas luces llevaba bien presente en su mente el recuerdo de su antepasado del bando de los vencidos de la llamada guerra de las Cañoneras (1807-1814) -entre el reino de Dinamarca (y de Noruega) y el Reino Unido-, como lo ponen de manifiesto comentarios inequívocos –que no admiten duda de sus sentimientos profundos- recogidos en su correspondencia que caería aun de mi joven ante mi vista, de los tiempos de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) (…)
Esta obra en lengua inglesa -"El garfio invisible" (2009)- de fuerte impacto en los ámbitos académicos, en el campo de la historia económica, realza -con su alusión a la "mano invisible" de Adam Smith- el protagonismo de la piratería/protestante en el desarrollo de la civilización moderna y del capitalismo. E invita a los paises de cultura católica a una revisión del fenómeno y del concepto de piratería en los tiempos modernos. Corsarios o piratas, para anglosajones y escandinavos -"kapers", "privateers"-, eran hombres de honor al servicio (leal) de su soberano y al que sentían ligados por la patente de corso (sic) que este último expedía en su favor¿Memoria de vencidos, en la guerra de las Cañoneras, en la Gran Guerra y en el 45 la que arrastra el autor de estas líneas? Mejor asumir –léase (en lenguaje castizo) agarrar el toro por los cuernos- que seguir de perfil ante el pasado que no pasa, ante la historia de lo que no fue y estuvo en un tris de ser en cambio
Como sea, esos datos de mi ascendencia familiar explican y me explican a mí también no poco una trayectoria tan atípica –como la del que esto escribe- marca por una preocupación o inquietud (en alemán, Sorg) memorística que gravito de cerca en mi trayectoria biográfica –todos aquí estarán de acuerdo, antes como después de mi gesto de Fátima.
Después de todo, del descendiente –en línea directa- de un corsario y jefe de corsarios noruego/daneses –léase vikingos- no era mucho de extrañar un gesto (violento) que me singularizó no poco entre españoles, propulsó mis apellidos a los primeros planos de los medios entonces y perpetuaría su presencia hasta hoy en la red (…) y –para bien o para mal de algunos- divulgaría no poco mi apellido de Krohn tan poco usual por no decir prácticamente inexistente (hasta nuestros días) –salvedad hecha de los miembros de mi propia familia- en España y entre españoles (y no sólo) Corsarios y piratas, piratas y corsarios conforman una imagen complicada y compleja en la imaginación y en la memoria colectivas, en España y en los demás países de cultura latina.
Corsario lo era el capitán Garfio -héroe y demonio a la vez, de los dibujos de Walt Disney- y lo fueron sobre todo el almirante Nelson y el vicealmirante Drake al servicio los dos de su Graciosa Majestad y grandes enemigos históricos del poder militar transatlántico español al servicio de nuestro Imperio. Más sabe el diablo por viejo que por diablo reza el refrán y aquellos capitanes y bajeles piratas –como el de Espronceda- tan terribles y tremebundos, al final, con el tiempo y una caña, habrán resultado en vez de diablos de maldad, unos auténticos benditos, inofensivos y entrañables y benéficos para sus países respectivos –y para el progreso de la civilización- como ese bravo antepasado mío que descubro ahora inmortalizado -en la foto que me llega ahora por la red- en una imagen (edificante) de esposo amantísimo y ejemplar padre de familia numerosa después de haber sido el terror y el espanto de la Royal Navy durante la llamada guerra de las cañoneras. Piratería y capitalismo, un tema, que me diga, hueso duro de roer entre españoles.
Y de actualidad más rabiosa si cabe en estos tiempos de resaca de la crisis y de las burbujas financieras y de todas las secuelas (a cual más calamitosa) que traerían consigo, entre ellas, esa fiebre colectiva que se vería encarnada en la movida de los indignados. Y a fe mía que es altamente significativo que la fiebres de indignación prendieran casi exclusivamente en países de cultura católica (o asimiladas) –como España, Portugal y Grecia y en algunos países latinoamericanos- y que de ella se vieran olímpicamente exentas en cambio países de más al Norte, algunos ellos tan tocados y afecta dos por la crisis como Islandia, Irlanda y Bélgica (o la misma Polonia)
Ramiro de Maeztu, de madre inglesa, fue un caso insólito en la literatura española del siglo XX de reivindicación de los valores morales del individualismo, padre del capitalismo moderno. Lo que en cierto modo rubricaría con su muerte en 1936, asesinado a manos de milicianos de izquierdas. Y su recuerdo opera fatalmente hoy a modo de exorcismo o revulsivo frente a la condena y diabolizacion -sin reservas ni atenuantes- del capitalismo por parte de la iglesia católica, ya de antiguo y en particular a partir del concilio vaticano segundo, lo que se veria renovado por San Wojtyla de Polonia y hace poco, por Francisco Primero, el (nuevo) papa argentinoEl pirata de “la mano (o garfio) invisible” de los países protestantes que fue motor e impulsor primero de la emergencia de la economía capitalista, tal y como lo dejó escrito y sentado Adam Smith y como lo habrán puesto de relace recientes estudios de historia económica en lengua inglesa, no dejaba de ser en tantísimos casos un hombre de honor, al servicio fiel de los intereses patrios superiores de sus países respectivos. ¿Acaso se puede decir lo mismo de indignados y perro flautas (asociales) tan rabiosamente anti-capitalistas y tan prototípicos (ay dolor!) –por lo marginales- de los países de cultura católica en nuestros días? ¿Comparaciones odiosas? Es posible pero esa fue la primera que me vino a mano, reexhumando la imagen en el recuerdo de aquel capitán (protestante) de corsarios, y jefe de corsarios, antepasado mío.
Más claro y más crudo aun. ¿De extrañar que el descendiente de un jefe de corsarios protestante y a la vez católico bautizado, se acabase alzando –a la faz del mundo- contra el papa de los católicos? Sí y no. No, en la medida que mi gesto de Fátima llevaba implícito sin duda alguna –por más que me escapase a mí mismo en su momento- una reivindicación histórica y familiar a la vez innegable de ese protestantismo histórico del Norte de Europa estigmatizado y como tal borrado (prácticamente) de la memoria colectiva de los españoles.
Y no en cambio, en la medida que la iglesia contra la que me alcé se había “protestantizado” no poco en el concilio y en el posconcilio (y ya desde décadas por no decir dos siglos antes, desde los tiempos de la Revolución francesa) Rompí así o crucé o salvé, como quiera que fuese, esa barrera o si se prefiere esa brecha tan profunda en la memoria colectiva de los pueblos europeos que trajeron consigo las guerras de religión, entre católicos y protestantes.
Y de resultas de aquel acto o gesto de ruptura (liberador) acabó emergiendo en mí –como no era menos de esperar- una memoria mucho más antigua y ancestral, a saber la de los mismísimos orígenes de la civilización europea, amenazada por la nueva guerra de razas (en germen) que trae consigo la invasión silenciosa
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