miércoles, enero 07, 2015

¿BAILO YO EN LA CUERDA FLOJA EN BÉLGICA?

Jan Jambon, nuevo ministro belga del Interior, nacionalista (moderado) flamenco, acusado en ciertos medios –en el momento de su nombramiento- de colusión con sectores nostálgicos de la Colaboración y la Ocupación alemana en Bélgica. El escándalo montado por cuenta de su nombramiento en los medios es revelador de la histeria anti-flamenca creciente entre ciertos francófonos de Bruselas a los que de repente los dedos se les hacen huéspedes y se ponen a dirimir de urgencia –entre los de su entorno- quiénes son los griegos y quiénes los catalanes en este microcosmos de Bruselas. Entre moros y cristianos -o entre payos y gitanos (...)- lo tendrían mucho más fácil a la hora de dirimir, pero eso es pedirles sin duda más de la cuenta
¿Se está empezando a notar el cambio en la dirección de los vientos en la política belga? Las elecciones del pasado mes de mayo habrán desembocado ya en cambios muy señalados en el paisaje político aquí en Bélgica. Y algo esta cambiando en profundidad desde luego y me sirve de veleta o de indicador infalible ciertas noticias que viene salpicando –con gran revuelo en la opinión- los titulares de los medios belgas de promoción política o social o profesional de figuras o casos individuales marcados –como el que esto escribe- de una etiqueta políticamente incorrecta.

Y me sirven también ciertas actitudes o cambios de actitud más bien de algunos belgas de mi entorno más o menos próximo. Llegué a Bélgica –hace ya casi treinta años- huyendo de ciertas situaciones en las que me veía fatalmente inmerso en España entonces -de horizontes cerrados sin el menor asomo de que acabara abriéndose puerta alguna por discretamente que fuera- por motivos de notoriedad pública y en la mente de todos mis lectores. Por lo menos así lo pensé y evalué sinceramente entonces. Pero no me vine huyendo de mí mismo ni de mi propia identidad ni mucho menos de la memoria de mi pasado y de mis raíces que en parte al menos –en mi como en el conjunto de los españoles- venían a reencontrar o redescubrir su anclaje por estas tierras.

No me vine pues huyendo del régimen (del de Franco se sobreentiende, tampoco del que le siguió) ni del hambre y la miseria en el clise tan manido que también se vendió aquí siempre (¡vergüenza patria!) por cuenta de la emigración oriundo/española de finales de los cincuenta y de los sesenta. Y si puedo decir que de una maniera u otra me mantuve siempre firme en la intención de hacer patria fuera, siempre me pareció también que la forma principal o preferente de hacerlo para un español en Bélgica lo era el desenterrar o el contribuir a desenterrar o a re exhumar paneles enteros de una memoria común, y de servirme de ellos de hilo conductor preferente o indispensable en la interpretación y en el análisis de su realidad presente –la que me tocó vivir y compartir- y de un pasado más o menos reciente que directamente condicionaba a aquella.

No fui de entrada –y emplazado a quien sea a desmentirme- ni pro flamenco ni por valón, y mucho menos refractario de entrada a ninguna de las dos comunidades (principales) que contribuyen a la formación de la identidad nacional de los belgas. Y puestos a abundar en el tema diría que por razón cultural –lingüística (latina)- me sentía de entrada más cerca de una de las dos mitades, mientras que por razones históricos –y temperamentales- me sentía en cambio más cerca de la otra en la medida que en el régimen español de los Pases bajos la parte flamenca acabó siendo gobernada directamente por el poder central –de Madrid, pasando por Bruselas- y se pordujo por vía de consecuencia una mayor asimiliación, mientras que las zona francófonas de los países bajos católicos del Sur –“les Pays-Bas espagnols”- conservarían siempre mucho mayor autonomía.

Entre unos y entre otros, pues, sin pretender bailar en la cuerda floja sino al contrario, sintiéndome a veces (sinceramente) en la vocación de mediador, de servir de puente entre los unos y los otros, en un país considerablemente marcado de antiguo por las tensiones comunitarias, léase étnicas y lingüísticas. Ese fue digamos el horizonte mental en el que transcurrió mi vida aquí. ¿Viví en la inopia hasta hoy? ¿Forjándome una visión de Bélgica y de los belgas de la que cualquier parecido con la realidad era pura incidencia?

La actitud repentina de algunos francófonos (de Bruselas) ahora -casos contados, también es cierto- así hace pensarlo dese luego, creando el vacío como así parecerían estar queriendo hacer en torno mío de resultas de los cabios producidos en al política belga a nivel sobre todo del gobierno general de la nación, en claro y crudo de la entrada de un partido nacionalista (moderado) flamenco en el gobierno presidido por un francófono (de derechas) que no cuenta –especie de ley de bronce en la política belga durante décadas de posguerra- con mayoría en la zona lingüística francófona.

Y a algunos de repente los dedos se les hacen huespedes y empiezan ver espectros resucitados de la segunda guerra mundial y de los años de entreguerras, que conocieron indudablemente un auge de la influencia flamenca neerlandófona en Bélgica. Y están empezando (se diría) por vía de consecuencia a contarse y a querer dirimir de urgencia quienes son los griegos y quiénes los catalanes en la tesitura por la que Bélgica atraviesa, y en particular en este microcosmos al que llaman Bruselas.

Blanco y en botella. Estuve y sigo estando contra el separatismo, y a favor de la unidad de este país que me dio hace ya casi treinta años acogida, por una razón de simple agradecimiento aunque solo fuera, pero nadie puede pedirme honradamente el tomar partido en un conflicto lingüístico y comunitario latente que en el caso de los belgas se dobla trágicamente a la vez de una fractura histórica que remonta a la segunda guerra mundial y a su desenlace, sobre todo en la medida que esa memoria escíncida sirve ahora a algunos de cortada o pretexto principal a la hora de auzara o de incitar al enfrentamiento.

Algunos francófonos –pocos en principio ya digo, pero influyentes y significativos- se sienten frustrados ante el nuevo paisaje político en Bélgica insurgiéndose contra los flamencos por fachas y por flamencos, y haciendo sonar (irresponsablemente) la alarma contra la pretendida amenaza flamenca, como si estuviéramos en la década de los treinta. Las cosas claras y el chocolate espeso.

Y si en el pasado reproché y denuncié una memoria de vencidos –del 45- que buscaba por puro resentimiento histórico la ruptura de la unidad del país en el que resido, ahora no tengo empacho ninguno en denunciar la ceguera de los que niegan obstinadamente el pan y la sal a toda costa a un gobierno de mayoría flamenca en el conjunto del país y presidido no obstante por un francófono, por el simple pretexto de que llevan a la partición del país, y por el real motivo –que eso es lo que les mueve en el fondo- que aquellos han acabado apartando del machito a algunos, como el partido socialista francófono -principal padrino nota bene de la emigración español en Bélgica-, que llevaban interrumpidamente (o casi) gobernando o participando en el gobierno de este país –¿quién habló de rupturas de alternancias en Bélgica?- desde la terminación de la segunda guerra mundial en el 45.

España no es Grecia, lo dije y lo mantengo. Y tampoco es Bélgica. O en otros términos, Flandes no es Cataluña. Porque la guerra mundial se terminó realmente aquí en el 45. En España y en Cataluña arde a todo arder aun hoy en cambio la guerra de los Ochenta Años (del 36), y los análisis y diagnósticos en uno y otro caso –en tratándose de belgas o de españoles- no pueden ser más diferente por vía de consecuencia

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