jueves, abril 02, 2015

INDIGNACION (Y ALGARADA) CALLEJERA ¿HACIA EL "ESTADO DE GUERRA"?

Declaración del estado de guerra en Toledo (plaza del Zocodóver) el 21 de julio de 1936. La declaración del estado de guerra fue la herramienta –de una legalidad irreprochable- de la que se sirvieron entonces los militares sublevados. Y la legitimidad –la suya innegable- les venía precisamente de allí, de ese estado de guerra que alcanzaría grados y niveles de guerra total con la ruptura de hostilidades a lo largo y a lo ancho del territorio nacional. Y que se vería refrendada por la Victoria del Primero de Abril de 1939
En la guerra como en la guerra. Lenguaje de guerra y símiles de guerra. De la guerra interminable. En la revolución del 34, el gobierno de centro derecha, fue blando con los cabecillas y mentores supremos del movimiento sedicioso y según algunas fuentes -generalmente de izquierdas, aunque también a juicio de algunas figuras atípicas y fuera de toda sospecha como Ramiro Ledesma- excesivamente duros con los insurrectos. Y en el reto que plantean ahora a los responsables del orden publico los (presuntos) miembros del grupo o grupos de anarquistas desarticulados, algunos medios están acusando de dureza y de arbitrariedad (y de injusticia) a las fuerzas del orden por simples detenciones y registros.

No solo hay que ser justo sino parecerlo, reza un adagio del derecho anglosajón (fuera de toda sospecha) Y eso vale no solo para los jueces sino también para los encausados. Los que están defendiendo ahora a esos grupos ácratas en las redes sociales los presentan como jóvenes normales que no matan una mosca, es posible, pero parece contradecirlo de lleno la manifestación organizada ayer en su favor en la plaza madrileña de Tirso de Molina –junto a Lavapiés- que se saldó con cuatro detenciones y una docena de heridos –ocho de ellos entre las fuerzas del orden. También parece contradecirles el eco que viene en encontrando en grupos y partidos de izquierda incluido del de Podemos, que se muestran así como lo que son, un grupo insurreccional, guerracivilista, convenientemente rodeado no obstante de todos los visos de la legalidad (democrática), en espera de días mejores.

Lavapiés y Vallecas, atención al disco rojo. La ley y el orden, en todos los puntos de la geografía española tanto rural como urbana, sin zonas francas o sin ley, ni en los campos ni en los extrarradios y mucho menos en el centro de las grandes ciudades como ocurre –a todas luces- en Lavapiés los tiempos que corren, y como lo ilustran los acontecimientos de los últimos días (y de las últimas horas) ¿Un cáncer sedicioso en el centro de la capital de España? Tendrían que probarnos que no, después de todo lo que venimos leyendo en los medios por su cuenta. La causa del orden público no tiene muy buena prensa en España desde los tiempos de la transición política y del tardo franquismo –por culpa del tribunal de orden público, TOP (una asignatura de rehabilitación pendiente entre españoles)- que hace que algunos presa de una alergia o pereza invencible no se atreven a coger el toro por los cuernos del problema que representan hoy para el estado de derecho y el conjunto de la sociedad española la indignación callejera (para entendernos)
El Régimen de Franco, a partir de la segunda mitad de los sesenta, coincidiendo con el inicio del posconcilio, renunció a todas luces –dándolo claramente por perdido- al combate por su legitimación interna, en su propio seno y en la propia sociedad española, y se limitó desde entonces a defenderse, como lo prueba la crónica (turbulenta y azarosa) de orden público del tardo franquismo. Y como lo ilustra el auge y eclipse posterior de este brillante filósofo y politólogo germano que escapó (como pudo) a la desnazificación y brilló de mil luces en el panorama intelectual de la España de los cincuenta y principios de los sesenta
“Estado de derecho y sociedad democrática”, era el título de un librito que se leía con avidez entre los universitarios de mi época y que ejercía tanta influencia y ascendiente intelectual –político e ideológico- como la biblia o el evangelio. Y entre los que sorbieron literalmente sus páginas y se bebieron sus enseñanzas figuraba el autor de estas líneas antes de que se le cayeron –muy rápido- las escamas de los ojos. Y tal vez no comprendí muy bien en su momento lo que se quería decir en el librito aquel pero yo personalmente me quedé con la idea que el régimen de entonces -al que aquella obrita (editada por “Cuadernos para el Dialogo”, con todos los níhil óbstat eclesiásticos habidos y por haber) atacaba como en tiro por elevación, y a su misma línea de flotación al mismo tiempo- no era (en la óptica del autor del libro) ni lo uno ni lo otro, ni un estado de derecho, ni una sociedad democrática. Lo segundo era entonces y lo sigue siendo perfectamente discutible, y lo primero se caía por su base entonces como ahora.

En el librito aquel –de lo que recuerdo- se contraponía la comunidad (“volk” en alemán) –que en parámetros y coordenadas españolas vendría a equivaler al concepto de patria o nación (de “proyecto de vida en común” o de “unidad de destino”)- al estado de derecho basado en la ley y en principios generales y universales (y democráticos) La historia no obstante contradecía a su autor, un exponente brillante de la generación aquella hijo o descendiente sin duda de los vencedores del 36 –como toda aquella generación universitaria- y que había cursado estudios en Alemania (léase en la república federal en el zenit de su prestigio aquellos años, mucho antes de la caída del muro) Y es que la noción de estado de derecho no era menos un puro producto del romanticismo jurídico del siglo XIX primordialmente en lengua alemana.

Una reacción en suma al universalismo de la declaración de los derechos del hombre de la Revolución Francesa que vena a erigirse en ley supranacional, superior a todas las construcciones jurídicas existentes fueran las que fueran y del género que fueran. El régimen de Franco duró cuarenta años con todos los visos y apariencias de la legalidad de su parte, y de todas las formas y requisitos propias del estado de Derecho. y si se cuentan los años -grosso modo otros cuarenta- de su heredero o sucesor, el régimen del 78, como lo llaman con no poca irresponsabilidad y demagogia los voceros de la propaganda (de guerra) que acompaña inseparable a la movida indignada, está claro que la legitimidad estuvo y sigue estando de su parte. Otro concepto, el de legitimidad, propio del romanticismo jurídico y de unas corrientes de pensamiento extraño a los ideales de la revolución Francesa. Que como su propia etimología indica viene de ley, tanto de la ley natural como de la ley positiva.

Y en un polémica que habrá hecho estragos en la red y en la prensa impresa desde hace dos días por cuenta de la explosión iconoclasta que dio cuenta de tantas obras de arte y monumentos del mayor valor en zona roja durante la guerra civil como lo sería el San Juanito al que dediqué mi entrada de ayer, se esgrimía por algunos –bastante certeramente a mi juicio- la figura y el concepto de declaración de estado de guerra que fue sistemáticamente utilizado por los subleva dos, para desencadenar y justificar su actuación entonces. En base a sendos artículos del código de Justicia Militar, que autorizaban a las instancias castrenses respectivas -por medio del bando correspondiente- a la declaración del estado de guerra en casos (sic) de calamidad pública o de grave tensión social.

Lo que conduciría a una situación de guerra total, otro concepto que habrá sufrido una evolución de lo más sorprendente y desconcertante a al hilo de los acontecimientos históricos de mayor releve del siglo pasado como las dos guerras mundiales y la ristra (interminable) de conflictos más o menos circunscritos geográficamente que se sucederían durante décadas de posguerra (continúa)

De Guerra Asimétrica y Total fue calificada la Guerra del Vietnam, como también las guerras coloniales en continente africano –en particular las que tuvieron de escenario las antiguas colonias portuguesas (Guinea Bissau, Angola y Mozambique)- o la guerra de independencia de Argelia donde se forjaron no poco conceptos den materia de geo estrategia que circulan hoy mundo a través con todas las credenciales.

Fuente suprema de justificación y de legitimidad jurídica, institucional, política e ideológica, la guerra total (y asimétrica) Y desde ese punto de vista puede decirse que las teorías y tratados más recientes en materia de geo estrategia vienen a dar razón con efecto retroactivo a los militares españoles que declararon el estado de guerra en las plazas respectivamente bajo su mando en Julio del 36 al producirse el Alzamiento. Les legitimó el estado de guerra –por razón de calamidad pública y de grave tensión social- y esa legitimidad inicial vendría a ser refrendada y corroborada por la victoria del Primero de Abril –de la que se cumplió ayer el Setenta y Seis Aniversario.

No nos intimidan. No nos engañan ni consiguen darnos gato por liebre los nuevos deslegitimadores o deslegitimastros –herederos de esa casta deslegitimadora de la izquierda guerracivilista española- que irrumpiría de nuevo al socaire de la movida de los indignados. Y todos aquí ya han adivinado a quién (y a quiénes) me estoy mayormente refiriendo. Pretenden legitimar su deslegitimación radical del orden institucional vigente en base a una violencia (sic) inherente a la democracia moderna en sus propios inicios (léase la Revolución Francesa y en menor medida en la Emancipación Americana)

Ese es el meollo histórico y doctrinal de las enseñanzas que imparte (impunemente) Pablo Iglesias desde hace años a sus alumnos de Somosaguas. Lo que viene a querer decir o a significar que la violencia –subversiva y sediciosa- se justifica por sí misma. De ahí a justificar la violencia ácrata no hay más que un paso. Lo que están haciendo ya –en espera de que lo haga su líder- algunas secciones locales de su partido

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