miércoles, agosto 12, 2015

PODEMOS O LA ESPAÑA QUE NO NOS GUSTA

Queremos sentar magisterio con el refinamiento de nuestras costumbres, escribió José Antonio en uno de sus momentos mejores. La victoria del Primero de Abril trajo el triunfo (merecido) de los señoritos –¿para qué negar la evidencia?- y la posguerra –léase la posguerra europea a partir del 45- la muerte del estilo, y de la clase y distinción auténticas. De la chaquetas o de los atuendos deportivos y de los viejos Ford T, al azul mahón y al obrerismo ambiente de las marchas del Frente de Juventudes (que yo alcancé a conocer, en sus últimos momento cuando ya se llamaba OJE) Lo que explica sin duda que a algunos azules les tiren hoy tanto Podemos y Pablo Iglesias (y su coleta merchera, léase quinquillera)
“Amamos a España porque no nos gusta” es una frase que repetí mucho en mi vida como tantos otros y que también como tantos otros nunca supe exactamente lo que decir quería. Y me viene a la mente de un cartel que se ha visto denunciado en ciertos medios –y creo también que ante el juez- expuesto en una comisaría del Levante español (en Benidorm) atacando a Pablo Iglesias, en el que se le acusa de querer gobernar un país que no le gusta por un montón de conceptos o motivos que en el mismo cartel se especifican: por no gustarle ni la bandera ni el himno, ni la Navidad ni la Semana Santa ni los toros, ni las fallas (por lo de los moros y cristianos, esto último se supone) Y ahí me sentí llamado a recipiscencia –en lenguaje clerical antiguo- y acabé viéndome obligado a reconocer que sin disgustarme ninguno de los motivos que se enumeraban en ese cartel de denuncia, sigo sintiendo que a mi España no me gusta del todo tampoco. No me gusta la emigración española –por cima de los Pirineos-, las cosas claras y el chocolate espeso.

Hablo de emigrantes y no de euro funcionarios –aunque estos tampoco me convencieron nunca del todo- ni de del turismo español cada vez más numerosos por esos lares, ni siquiera de la reciente diáspora de jóvenes posgraduados que tampoco es que me gusten mucho por lo indignados pero con los que no alcanzo el grado de repulsa rayano con la fobia (lo confieso) que me inspira el fenómeno de la emigración española de antiguo, en ellos y en sus descendientes, y sin duda que no es sólo una cuestión de gustos sino que entran en juego motivos o resorte más hondos –como ya me fue dado explicarlo en las páginas del prologo de mi último libro “Guerra del 36e Indignación callejera”-, pero también influye innegablemente el gusto propio en esa actitud de rechazo latente o larvada por lo menos que es la mía y que aquí estoy ahora confesando. Y una anécdota que habré vivido recientemente me permitirá tal vez explicar e ilustrar lo que aquí decir pretendo.

Acabo de pasar unos días en Suiza en la región de Lausanne, alojado en un hotel de una cadena hotelera internacional que me habrá dejado feliz y contento como unas pascuas, todo limpio como los chorros de oro, precios razonables incluso módicos, desayunos copiosísimos, servicio impecable a prueba del mas mínimo reproche, personal ameno y servicial desde el director –una bellísima persona (suizo)- hasta el último de los recepcionistas y del personal de la cocina y de la limpieza, que cuando veían la nacionalidad en mi pasaporte –léase el DNI- se diría que se les iluminaba la cara. Con una sola excepción o sombra en el lienzo, un recepcionista que apareció allí como por arte de magia el último día de mi estancia, español (ay dolor!) de la emigración –gallego para más señas (pero que igual había podido ser andaluz o leonés o zaragozano)- nacido en Suiza por lo que me explicó, vuelto a España y regresado no hacía mucho por lo que él mismo contaba, empujado por la necesidad de encontrar trabajo, léase por culpa de la crisis financiera.

Con él digamos que se me fundieron los plomos, que me echó la sal, que me aguó el idilio con el hotel aquél, hasta el punto que la próxima vez lo pensaré dos veces antes de decidirme por ese mismo sitio, que hubiera escogido a ojos cerrados si no me hubiera topado con aquel español/emigrante como yo tengo tendencia a llamarles de antiguo (como una minoría étnica o una raza aparte) Y no es que protagonizáramos dios me libre -nobleza obliga (y además ya me conozco un poco el percal al cabo de treinta años de auto exilio)- ningún incidente entiéndaseme bien, casi peor, por mas indefinible y sutil y subliminal y difícil de autoanalizar el estado de ánimo que la presencia (inhóspita) del español aquel inesperado me infligió de golpe, a lo que le cuadra no obstante a las mil maravillas la expresión aquella de amamos a España porque no nos gusta.

No me gustaron, no, ni la mirada instintiva de desconfianza –inexistente en ninguno otro de los recepcionistas- que me echó encima aquel emigrante/español nada más ponerme a hablar en francés antes de saber yo con quien estaba hablando, ni el comentario despectivo poco amable y poco correcto que se permitió en alusión a mí con la persona por la que me hizo esperar y con la que estuvo un buen rato hablando (en francés) por teléfono, ni por supuesto tampoco la cara que se le puso –enmudeciéndole el semblante- de pronto cuando le nombré –a modo de provocación (inocente) lo reconozco- a la figura de Franco, al final justo ya cuando me iba, como a modo de test (lo confieso también), ni tampoco el desaliño tan típico o tan atípico no sabría decirlo de su aspecto físico, que brillaba por su ausencia en cambio en ninguno de los otros recepcionistas ya fueron moros o cristianos (y ninguno de ellos españoles por cierto) ¿El sello o la marca o el toque -o el tufo o el bofe- de la guerra civil interminable en resumidas cuentas?

Pero lo que tal vez menos me gustara en el fondo de aquel emigrante segunda o tercera generación es que no le gustase –como me lo espetó en un momento dado sin el menor rebozo- un país como lo es la Suiza, que a otros en cambio nos gusta tanto, y al que no debemos en cambio ni la millonésima parte de lo que le deben esos emigrante/españoles que tanto la desprecian, algo que mutatis mutandis me fue dado también el poder registrar entre los emigrante/españoles en Bélgica. El que no es agradecido no es bien nacido. Pero lo que más difícil me resultaba de digerir en aquel español/emigrante –me doy cuenta ahora que pienso- lo fuera tal vez  la falta de clase, y de estilo.

Un tema que va y viene –sin duda un tanto obsesivamente- en las entradas de este blog como aquí algunos ya lo harán comprobado. Y es sin duda porque me resulta mucho mas difícil a mí y sin duda a muchísimos otros españoles perdonárselo a él ya otros muchos emigrantes –y sus descendientes- todos los años que llevo ya fuera de España que a otros tal vez mas faltos de todo aquello, pero que no residen fuera de España ni monopolizan tan abusivamente y tan inmerecidamente en su conjunto la imagen de España y de los españoles en el extranjero. El estilo es el hombre, el hombre es el estilo. No sé a fe mía si en democracia ese aserto sigue rigiendo, no es menos cierto no obstante que muchos lo llevamos impreso en lo más hondo desde siempre, digamos que desde niños. Hablo de un estilo propio por supuesto y no de prestado.

Hablo del español hablado o escrito con clase y con estilo y no del francés (por ejemplo) tan irreprochable que hablan muchos de esos emigrantes, a sus descendientes –primera o segunda o tercera generación- me refiero, por supuesto sin acento español por imperceptible que parezca, que se nos atraganta fatalmente en cambio en cuanto que descubrimos o intuimos las raíces españolas escondidas y vergonzantes (de una manera u otra) de aquel o aquella que tenemos delante nuestra, en una taquilla, en una recepción de hotel, o en la caja de un supermercado por poner tres ejemplos lo bastante ilustrativos y elocuentes de la vida cotidiana de todos los días (fuera de España) Y si se ponen a hablar en español -pobre, ordinario, regional, rumidentario por sistema- a fe mía que ya acaban de arrglarlo. Y ahí sea donde cuadre mejor tal vez esa otra expresión colindante con la anterior, de nos duele España.

Me duele España, sí, siempre me dolió no sé si más o menos, si no, si no me doliera de una manera u otra, me dejaría indiferente el espectáculo –triste y bochornoso- de adulteración de una identidad nacional y una imagen colectiva que ofrece a menudo la emigración española por cima de los Pirineos, y que nos vemos infligido los españoles que no formamos parte de ese fenómeno emigratorio y que por una razón u otra nos vemos no obstante en la tesitura de tener que vivir expatriados como aquellos en particular por cima de los Pirineos.

"Buenos o malos, decía Charles Maurras –un francés amigo de España y de sus tradiciones-, nuestro gustos son nuestros” y el patriotismo me refiero al patriotismo auténtico por supuesto es también en gran medida una cuestión de gustos y de preferencias o de opciones preferenciales por emplear –por una vez y que no sirva de precedente- al terminología progre. Aquí en este blog ya lloramos en más de una ocasión la muerte del estilo, en prosa como en verso. La muerte de lo que tiene estilo, de lo que tiene clase. ¿Un pecado original (imborrable) el ser de “clase obrera”? A tanto no llego, pero es un hecho innegable que el obrerismo ambiente, rampante -e imperante- en España en los medios y  en la vida pública desde los tiempos de la transición política e incluso desde antes, habrá levantado obstáculos insuperables al resurgir o al renacimiento del estilo autentico, de una España con estilo, de una España con clase.

Tenemos que sentar magisterio con el refinamiento de nuestras costumbres, declaró o escribió José Antonio en uno de sus mejores momentos, y al estilo aquél de los señoritos, léase al señorío de los españoles auténticos sucedieron el azul mahón y el estilo o el anti-estilo que me diga, que difundió en la posguerra –a partir del 45- el Frente de Juventudes, pero eso es ya otra historia. ¿Qué de extrañar no obstante que pretenda monopolizar ahora la clase y el estilo Pablo Iglesias, el líder indignado de la coleta merchera o quinquillera, y que del azul mahón se pase tan rápido –por lo que estamos presenciando (ay dolor!)- a la coleta y al desaliño típico de la indignación callejera?

¿Son España ellos también, ellos y los que les siguen jóvenes y no tan jóvenes? como se me replicará de inmediato. Sin duda alguna. Esa España que no nos gusta. La que nos llevó a expatriarnos en resumida cuentas

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