En mi ultimo libro –“Krohn el cura papicida”- y en varios sitios textuales de mis escritos dentro de este blog y fuera de él también, me habré definido como un afrancesado (sic), lo que asumo aún hoy, aún a riesgo de la etiqueta o de la caricatura que tamaña definición o autodefinición trae –entre españoles me refiero- fatalmente consigo. Sin trampa ni cartón. Y de prueba que no guardo en este tema o asunto secreto ninguno, lo son la galería de referentes –franceses todos o casi todos ellos- que han venido desfilando por estas entradas, encabezada por una evocación o reivindicación de la figura –episcopal- de Monseñor Lefebvre, el más conocido y divulgado sin duda de todos, aunque no sé si el mas importante o influyente o decisivo de todos ellos y desde luego no el único. Y quepa tal vez, a modo de introducción o de preámbulo, el permitirme aquí un pequeño excurso sobre el medio o terreno de cultivo del que fueron surgiendo uno tras otro esos mentores franceses a los que tanto debo y a los que honrar quiero aquí en la hora del ocaso o del declive de todos y cada uno de ellos (…) Y es el tradicionalismo francés –o catolicismo francés tradicionalista o “integriste” al que aquí me estoy refiriendo: el catolicismo francés por vuelta de finales de los años setenta y principio de los ochenta que fueron –por emplear la expresión consagrada en una obra (célebre) de Oswald Spengler- mis “años decisivos”, léase, aquellos en los que se decidiría mi vocación –o trayectoria- y se vería fraguado mi destino.
Ya evoqué en mi blog en francés y sin duda también en algún otro sitio, el seminario que me diga el movimiento de Ecône que definí o describí como una reacción al Mayo francés del 68, y era por lo que Ecône tenia y tuvo de movimiento o de fenómeno ideológico de su época –a la vez que su carácter o perfil mas visible de movimiento litúrgico y religioso. Y nombrar o mencionar Ecône supone el hacerlo por cuenta -no de la FSSPX, sino de su fundador y promotor Marcel Lefebvre –al que acompaña fatalmente el titulo o tratamiento episcopal de Monseñor- que fue efectivamente mi principal (tal vez) referente en el tradicionalismo francés, aunque sin duda no fue el único. Que el tradicionalismo francés era como un magma de corrientes y un conjunto poliédrico –y “policrático”- a la vez de personalidades a cual más fuerte y absorbente y posesiva y excluyente una que otra, a la medida sin duda de la fuertes resistencia y de la magna persecución –de parte de instancias políticas como religiosas- de la que se vieron víctima o blanco u objeto (de preferencia) La que en sus trayectoria azarosas y turbulentas (unas más que las otras) tuvieron y supieron .con mayor o menor acierto- el hacerle frente. Y entre esas figuras o fuertes personalidades que me imantaron entonces o me influyeron, hubo una que gravitó de cerca en mi vida y en mi itinerario y con anterioridad a todo el resto. Y me estoy refiriendo a alguien archi conocido en los medios que yo frecuenté entonces, y permanecido o guardado no obstante en el ostracismo y en el anonimato absoluto o relativo –en España- a ojos del gran público. Y me estoy refiriendo al que tanto los franceses como los españoles aludían por su tratamiento sacerdotal en francés –el reservado allí al clero secular- de Abbé, léase el Abbé (y no Abate, o sea, abad, como lo traducían, gratis, en España algunos) Georges de Nantes. El Abbe de Nantes no fue a fe mía un extraño o desconocido en mi trayectoria y habré acabado cayendo cabalmente de ello en la cuenta navegando en la red estos últimos días, donde me habré dado de bruces con la reseña biográfica -nada elogiosa por cierto y al borde de la calumnia y la difamación- que por su cuenta circula libre y como alegremente en esos medios (de la Red). Le leí (entusiasta y casi febril) entonces –a través de su boletín “la Contra-Reforma Católica en el Siglo XX”- que traducían benévolamente al español algunos de sus devotos –de extracción carlista como por causalidad todos o casi todos ellos- y oí continuamente hablar entonces de él, citándole entre admirativos y estupefactos, en sus frases mas emblemáticas o celebrando sus gestos y posturas mas polémicas y ruidosas y radicales a modo siempre de ejemplo, hasta que acabé por conocerle personalmente lo que sin duda había –visto desde fuera- que haber acabado previendo.
Fue en el verano –¡que caluroso y que lejano en la evocación ya hoy!- de 1973, cuando hice una “tournée” –turístico/religiosa por llamarla así- en compañía de un amigo fiel que puso a disposición su propio vehiculo a lo largo y a lo ancho de la geografía francesa, y fuimos a dar por indicación mía sin duda -que así lo andaba buscando- con el pequeño establecimiento, mezcla de ermita, de convento y de refugio o santuario donde el Abbe de Nantes tenia fundada su propia comunidad en pleno campo, justo al borde de una de las autopistas que atraviesan de parte a parte la geografía francesa por la zona o región de Champaña, Francia del Noroeste, y recuerdo que llegamos allí (a la puerta) ya de noche, embargados –yo y mi amigo creo que también- de una (súbita) impresión, por vez primera desde que cruzamos los Pirineos, cada vez mas fuerte y mas intensa atravesando todos aquellos paisajes bellos y a la vez desiertos y desolados, de expatriación y de alunizaje y no exagero –como en una (triste) premonición del fenómeno de desertificación que vive hoy el paisaje francés con el telón de fondo de la invasión silenciosa- hasta el punto que me entraron unas ganas irreprimibles de huir, de salir corriendo de aquellos parajes espectrales, desolados, como embrujados o presas de sortilegio, y que me seguía acometiendo cuando hicimos entrada dentro de los muros de la comunidad aquella –en Saint Parres-les Vaudes, pequeña o diminuta localidad cercana a Troyes, ciudad de fuerte raigambre histórica y antigüedad, centro de la comarca aquella y capital administrativa (creo recordar) de su departamento.
Y resistí a fe mía aquella pulsión –o tentación- de huida con éxito, lo que no pasó a todas luces desapercibido del Abbe de Nantes, que al ver que yo accedía a su invitación de pasar alli la noche de después, al precio de separarme de mi amigo -y de su medio de locomoción- que no consentía en cambio en pasar allí la noche siguiente ni en sueño, cambió visiblemente de actitud conmigo y desaparecieron como por ensalmo –en él y en sus acólitos- todos los signos visibles de desconfianza y de contrariedad en nuestra presencia –llegados allí creo que por sorpresa, sin avisar, o no del todo (…)- quedaban impresos en su rostro. El Abbe de Nantes era sacerdote, y (respetado y venerado) padre superior de aquella comunidad, pero era sobre todo una fuerte y carismática personalidad hasta el punto que hacía pensar en un líder político o en un jefe de guerra por encima –o más allá- de su tonsura o consagración religiosa. Y el seminario de Ecône visto por dentro tal y como yo lo vi y lo pude constatar el tiempo –de tres años que allí pasé- era como ya lo dije al principio de estas líneas un movimiento innegablemente ideológico sobre el que gravitaba de muy cerca –tal y como aquí y en otras sitios lo dejé sentado también-, el recuerdo -en ascuas hoy como ayer- de la Colaboración, léase de la adhesión –dolorosa y sincera a la vez- de una parte consistente de la sociedad francesa al esfuerzo (alemán) de edificación de un Orden Nuevo, durante la guerra. Y eso se sentía también de muy cerca en la presencia y en la personalidad del célebre Abbé, aún antes del repaso y biografía por somera y fugaz que se pretenda. El Abbe de Nantes -como Monseñor Lefebvre- es verdaderamente impensable en la evocación de su persona y en su trayectoria, sin la figura de Maurras y sin la gravitación sobre aquellos de su movimiento la Acción Francesa, y por supuesto sin la condena pontificia de la que ese movimiento -como su líder- se veria objeto, por motivos (nota bene) más políticos que religiosos.
Y ello explica el tabú o malentendido que aquel episodio tan importante y crucial y decisivo de la historia reciente de Francia- el de la Colaboración- que presidio desde sus prístinos inicios hasta sus momentos de declive el tradicionalismo (católico) francés, se hiciese igualmente sentir en Ecône como en la comunidad de Saint-Parres-les-Vaudes, y en la trayectoria y en las posturas de sus lideres o fundadores, Monseñor Lefebvre y el Abbé de Nantes. Y basten de botones de muestra dos pormenores todos menos anecdóticos en la trayectoria o singladura de uno y otro, como lo fueron la ascendencia familiar de Monseñor Lefebvre –hijo de un próximo o simpatizante de Acción Francesa, por lo que aquél pagó con su deportación y muerte (de muerte violenta) en Alemania, en campo de concentración, durante la guerra- y del Abbe de Nantes próximo también por razón de sus lazos familiares, de aquel movimiento monárquico y nacionalista francés, y próximo aún del régimen de Vichy, como lo ilustra su paso por cierto tiempo –lo que solo interrumpió con su ingreso en “las órdenes” (cono se dice en francés)– por “las Canteras de la Juventud” (“Chantiers de la Jeunesse”, en francés), especie de Frente de Juventudes en versión francesa y de tiempos de guerra, bajo los auspicios y la protección del Régimen de Vichy y la especial predilección –y todos los plácemes y parabienes como los gozó de Franco su homólogo español- del Mariscal Petain. Y ese aspecto o perfil político –de un innegable sentido nazi/fascista- me resultaba tan evidente a mis ojos como parecía guardado o disfrazado –bajo mil tabúes- para los franceses tanto profesores como seminaristas con los que me fue dado tratar y cohabitar en mis años del seminario de Ecône.
Y eso explica también con creces lo tortuoso de las trayectorias, como también –tabú de los tabúes- las condenas o censuras o sanciones canónicas. Figuraban –tanto Lefebvre como el Abbé de Nantes- en el bando de los vencidos en el 45 y la autoridad eclesiástica los trató en consonancia, en resumidas cuentas viniendo a demostrarse así que en ese bando –de vencidos de perdedores- debería encuadrarse también a la propia Iglesia católica, e ilustrándose asi a la vez lo que -según Dominique Venner (fuera, como francés, de toda sospecha- tuvo la II Guerra Mundial de (última) guerra de religión además de confrontación ideológica. Aquí en este blog y en otros sitios se me preguntó no hace mucho por la razón de que el Concilio no fuera (grosso modo) objeto de rechazo entre españoles y no existiese parangón (comparable) entre nosotros a la reacción integrista que abanderaron el tradicionalismo francés y (entre otros) el movimiento de Ecône. Y me pregunto ahora al margen de la respuesta que di a aquella cuestión en su momento, si la particularidad/española en relación con la Segunda Guerra Mundial no tuvo que ver en la distinta actitud en relación al concilio de un país y otro.
General de La Porte du Theil, héroe de la Guerra del 14-18, fundador y jefe de las Canteras de la Juventud (“Chantiers de la Jeunesse”), versión francesa -del tiempo de la Segunda Guerra Mundial- del Frente de Juventudes, bajo el Régimen de Vichy. A sus ordenes allí estuvo –hasta bien avanzada la guerra- el (futuro) Abbe de Nantes quien nunca renegó ni ocultó –al contrario que otros- ese tramo (comprometedor) de su pasado. Por eso sobre todo sufrió acoso y persecución de su propia Iglesia (jeárquica) El tradicionalismo católico frances –conocido como el movimiento “tradi”- se incubó, nació y se desarrolló –doy fe de ello- a la sombra de la memoria de la Colaboración y así fue en sus figuras mas emblemáticas y destacadas, incluidos el Abbé de Nantes y Monseñor Lefebvre –rivales entre sí (en el seno del movimiento “tradi”) y a los que aquella memoria (maurrasianos los dos) unía más que separaba. Resistencia y Colaboración: esa es la misma principal fisura que desgarra (trágicamente) hoy por dentro al Frente Nacional, pese a las profesiones “republicanas” (renegando asi de su memoria familiar) de Marine Le Pen -léase, a la gloria y en honor de la Resistencia-, de las que cualquier parecido con la Verdad histórica es pura coincidencia: hubo, es cierto, en su origen -como lo sostuvo y lo probó Dominique Venner (con ayuda y asesoramiento, nota bene, de Grossouvre, secretario y consejero de Francois Mitterrand)- una Resistencia de derechas en su origen -Holeindre, Deloncle, (coronel) Rémy, Estienne d'Orves, de La Bolardière, de Blignières, Paul Colette, Hemricourt (de Grünne), de Bénouville, Astier de la Vigerie, el maquis del Vercors, y el Frente de Independencia y la OAS (belgas), etcétera, etcétera-, nominal o nominativa, singular (e interminable), estrictamente excepcional en suma, y minoritaria. El terrorismo sanguinario comunista (o judío/comunista) y guerra civilista –y (nota bene) de marca rojo/española (…)-, esa fue o acabó siendo la regla. En Francia como en Bélgica (Digan o piensen los del 15-M y sus mentores -y fautores de indignación- de fuera lo que quieran)
Y así en Francia, pais vencido y ocupado militarmente, la única autoridad intacta o sobreviviente del diluvio que supuso la II Guerra Mundial y su desenlace lo fue –en el ámbito religioso o de la política religiosa- la Iglesia católica. Y era a ella pues a la que correspondía prestar tributo o prenda de garantía a los vencedores del 45 y a los garantes del nuevo orden mundial –el de la Paz de Yalta- y de ahí venía pues el calvario de acoso y persecución que las autoridades eclesiásticas reservaron a sus ovejas sospechosas del delito de Colaboración, como así fue con la actitud reticente –en los planos político e ideológico- de los católicos tradicionalistas (o integristas), aunque todo ello se viera justificado o disfrazado –a modo de coartada o de pretexto- por motivo de índole teológico o religioso. España en cambio no entró en guerra, no fue ocupada militarmente durante la II Guerra Mundial y no se la puede considerar propiamente hablando pues uno de los paises vencidos en el 45. Sí saldría derrotada –por razón de su neutralidad pactada (Umbral díxit) favorable al Eje, aunque no fuera más que en la guerra asimétrica –esencialmente en el lado político y en el plano de la guerra de propaganda, y en el capitulo del terrorismo- que prolongó hasta nuestros días la guerra civil española del 36 interminable, como en estas entradas pacientemente lo vengo demostrando- pero el poder de su autoridad política sobrevivió -casi milagrosamente- intacto, y por ende sus instancias religiosas se sentían lógicamente más protegidas y mas libres pues a la hora de arrostrar la presión extranjera de fuera, y menos obligadas pues de prestar juramento de pleitesía o del género que fuera –a base de penas o sanciones canónicas- a los garantes del nuevo orden mundial, en el 45.
Hubo más libertad pues –en el ámbito espiritual de las con ciencias, el libre albedrío, por paradójico que sonar pueda- en España, y el Concilio se vivió mucho menos entre españoles –salvo una honrosa minoría- como un traumatismo colectivo, como así en cambio lo fue en Francia, como una imposición (alli) desde fuera en resumidas cuentas. Aunque fuera (mucho) menor y estrecho en cambio (entre nosotros) el espacio de libertades en el ambito politicio o en la esfera civil, o en el de la pura organización -como en Francia- en el ambito externo, ereccion de capillas y lugares de oracion, actos de culto o de devocion en el ámbito público.
Y a la más nimia tentativa en esa dirección o sentido se te echaba el poder politico -del regimen anterior, lease el Movimiento- encima y sé muy bien lo que digo (...) Como si el poder político en España (del régimen anterior, y en el Portugal de antes de Abril también) -y salgo asi el paso de los que puedan reprocharme cierta contradicion con mis antiguas posturas sobre el tema- reaccionase sin falta (y sin contemplaciones) contra el menor signo o síntoma de disidencia (a derechas como a izquierdas) en el terreno politico y por motivos eminentemente politicos, sirviéndose no obstante de la autoridad espiritual -y en el fuero interno- de la Iglesia, de pretexto o de (oportuna) coartada.
Represión por partida doble pues, en los planos político y canónico, a la vez contra progres e integristas -en el nombre del Concillio y en signo o señal de tributo de pleitesía nota bene a los vencedores en el 45-, esa fue la tónica del tardo franquismo tardío y eso explica gran parte de mi trayectoria (de expatriación), y a la vez de mi afrancesamiento, religioso como político (...)
Y lo que da cuenta de sobra a la vez de lo entusiasta –rayano en la bobaliconería- de la adhesión al concilio española y a la vez de la (furiosa) reacción en Francia, en resumidas cuentas, de signo integrista -y a la vez (filo) nazi/fascista (…)- . Una explicación –política, de política religiosa (en el sentido que daría Charles Maurras a la fórmula)- a modo de hipótesis de trabajo que aquí brindo a mis lectores, consciente obrando así, de exponerme al fuego de la crítica (…) Que así sea (…)
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