jueves, octubre 06, 2016

ALEPO Y LA DIPLOMACIA ESPAÑOLA

Santiago de Mora y Figueroa, marqués de Tamarón, ex-embajador de España en Londres, puesto del que presentó su dimisión a raíz de los atentados del 11 de marzo y que le fue aceptada. Pariente próximo cabe suponer del que fue destacado camisa vieja -de la Falange de Cádiz-, dirigente falangista en la posguerra y ex-combatiente en la División Azul, Manuel de Mora-Figueroa. Santiago de Mora-Figueroa estaba de director de la Escuela Diplomática en junio del 86 cuando yo me vi expulso de la sede de la Escuela -en la Ciudad Universitaria madrileña (a donde había ido a recabar informaciones con vistas a un eventual ingreso)- por un empleado del servicio de seguridad del edificio ”obedeciendo órdenes” Nunca supe de donde vino a esa orden concretamente, y cabe presumir que el entonces director de la Escuela fue perfectamente ajeno a ella. No es óbice que esa expulsión que no comprendí entonces, ultrajante en extremo (como así la sentí, y me siguió siempre escociendo), fue factor determinante sin duda alguna en mi decisión de expatriarme (pocos meses después, hasta hoy) Como sea, sería interesante saber ahora la opinión de aquél acerca de la postura española en la guerra en Siria, en donde como viene repetidamente a verse puesto de manifiesto (tal y como ocurre de nuevo ahora) nos posicionamos fatalmente del lado de los padrinos y aliados de los yihadistas responsables de los atentados del 11 de marzo, que tan valiente repulsa le merecieron ADDENDA Acababa de ultimar esta glosa biográfica del personaje aludido cuando vengo a saber -por la reseña que se le dedica en la Red- que se encuentra en posesión de la Orden danesa del Dannebrog, de la que curiosamente fue depositario también un (ilustre) antepasado del autor de estas líneas, como lo recogí en su momento en este blog
Corría el mes de junio de 1986. Acababa yo de regresar a España tras unos meses de errar sin rumbo fijo por cima de los Pirineos -en Holanda, Suiza y Francia- después de haberme visto puesto en libertad de la cárcel portuguesa (21 de noviembre del 85) Me encontré en Madrid, como me cabía esperar puertas herméticamente cerradas por todas partes, y no só eso una amenaza ademas difusa y latente -de volver a reproducirse los linchamientos mediáticos de los que ya me habia visto repetidamente objeto en la prensa española y extranjera-particularmente en los principales países católicos del continente europeo (Francia, Italia, Portugal y Bélgica) a raíz de mi gesto de Fátima- planeando de cerca como espada de Damocles sobre mi cabeza, algo que en mi entorno eran moralmente incapaces -por razón de fuerza mayor- de calibrar en su justa medida, lo que no les tuve en cuenta.

No era óbice que ese fue uno de los factores determinantes de mi decisión irrevocable de levantar el vuelo nueve meses mas tarde y de dar el gran salto a Bélgica donde habrá residido hasta hoy (ya casi treinta años cumplidos de mi llegada aquí) No me hacía ilusiones en absoluto que con mi pasado judicial “portugués” y la estigmatización (sic) de la que me veía victima en la prensa global (que entonces todavia no se llamaba así) pudiera abrirme camino en España y reintegrarme normalmente en la vida civil pero cediendo a los intimaciones de mi difunto padre acabe deciendo a pasarme por la Escuela diplomática en la ciudad universitaria de Madrid, como así hice, coincidiendo con un perdido de exámenes de ingreso en la referida escuela. En teoría, la idea de mi difunto padre -¡el pobre!- era sensata y razonable, aunque poco realista en la practica como iría a demostrarse, yo era depositario de una licenciatura en derecho por la Complutense y en España carecía de antecedentes penales, por grandes que fueran los horrores que habían venido derramando los medios por cuenta mí, y con aquello además venia yo a dar cauce a una vocación que sentí en mí de muy joven. así pues al final acabé haciéndole caso.

 Mala la hube no obstante, porque llevaba allí unos minutos a penas en uno de los pasillos de la escuela charlando y cuestionando a algunos alumnos que se encontraban en espera de entrar a la sala del tribunal examinador, cuando se me acercó de improviso un empleado de la seguridad del edificio quien me rogó terminante que le acompañara inmediatamente, a lo que accedí por cierto, tras lo cual me introdujo en un sala casi a oscuras -las persianas bajadas- para notificarme de forma brusca y somera que tenía ordenes expresas y terminantes -¿de quién?- de hacerme abandonar inmediatamente el recinto de la Escuela. A lo que accedí, qué remedio. Nunca supe a fe de quien procedía concretamente la orden, lo único que supe de cierto des que el director de la escuela entonces era Santiago de Mora y Figueroa, marqués de Tamarón, ex-embajador de España en Londres, hombres de letras, escritor e intelectual brillante y amigo personal ademas de Francisco Umbral que contó años más tarde con el voto (decisivo) de aquél, con ocasión de la concesión del premio Cervantes 2000 que se vería adjudicado -in extremis, al cabo de un largo sicodrama de votaciones sucesivas infructuosas- el autor de la Leyenda del César Visionario”

Y esa vocación auténtica en mí a no dudar, descuidada de muy joven y frustrada -de la forma qe acabo de contar- años mas tarde, me seguiría sin duda a sol y a sombra en los años de mi larga expatriación por cima de los Pirineos en los me sucedió el venir a ser testigo privilegiado -por razón de mi lugar de residencia (en Bélgica)- de el espectáculo tan pobre y tan triste que daría a menudo la diplomacia española siempre a remolque de las grandes potencias, sin voz propia en el concierto internacional si se exceptúa -lo digo porque así lo pensé y así lo sigo pensando- los años de la era Aznar en los que el antiguo jefe del gobierno español se hizo oír alto y fuerte en alguna ocasión en la palestra de la política internacional (con razón o sin ella, que ese es otro tema) Un (triste) espectáculo pues -el de nuestra diplomacia- que se vería considerablemente agravado tras el estallido de las primaveras árabes, y con ocasión de la intervención occidental en Libia en la que cupo a nuestra diplomacia y nuestras fuerzas armadas un papel estrictamente subalterno -en un flagrante imagen de servidumbre- a las ordenes del alto mando de la OTAN y de las potencias que acaudillaban mayormente la intervención (Estados Unidos e Inglaterra) contra el régimen del coronel Gadafi que acabaría siendo derrocado y víctima de un trágico fin en las circunstancias de todos conocidas.

Se siguió el estallido de la guerra en Siria en la que habrá cabido a España un papel no muy diferente del que venia desempeñando hasta aquellos momentos, siempre de comparsa de las potencias occidentales (Estados Unidos Inglaterra y Francia) que arrastraban un pesado contencioso con el régimen sirio lo que no era el caso de España que había malentendido hasta entonces buenas relaciones con el régimen de los Assad, con el hijo como con el padre. Algo de notoriedad publica por cierto, y de lo que las abundantes testimonios gráficos de toda un época nos eximen de mayores abundamientos. De la noche a la mañana -como lo declaraba expresivamente hace poco a la prensa italiana el nuevo arzobispo (maronita) de Alepo- desde los inicios de la presidencia Obama- la mayor potencia del planeta se plantó viniendo a decir de buenas a primeras, arrogantes que el presidente electo en aquel país no era tal.

Con lo que venían a postular (y España a sus ancas) una democracia inexistente e impensable en el mundo árabe musulmán, sino era la caricatura que de aquella ofrecían los Hermanos Musulmanes especie de matriz primera -en el tiempo y en el plano de la genealogía histórica e ideológica- del terrorismo islamista, y ahí empezó todo, antes incluso del estallido de las “primaveras” aquellas. ¿Hasta cuándo, hasta cuándo va a seguir manteniendo la diplomacia española esta actitud servil y obsecuente -como se viene a destapar de nuevo ahora por cuenta de la batalla de Alepo-, secuela en definitiva de la rendición del régimen de Franco a los aliados en el 45?

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