Bombardeo de Dresde (13 de febrero de 1945) La Segunda Guerra Mundial superó en crueldad y en espanto todas las guerras anteriores. Y las guerras asimétricas en un reguero interminable que se le siguieron, no le irían a la zaga, y lo mismo cabria decir de una Tercera Guerra Mundial que lleva amagando desde hace ya un rato en el horizonte. “El mundo fue siempre cruel”, escribe Dominique Venner en “El siglo de 1914”, y en esa antinomia fatal e irreductible de la crueldad flagrante del mundo (exterior) -que la revolución informática y los avances en materia de comunicación ofrecen hoy de espectáculo en permanencia a la humanidad/doliente- por un lado, y por el otro, de la bondad (por principio) de la creación y de lo creado en la tradición bíblica judeo cristiana, veía Dominique Venner la causa última y principal de la secularización y de la extraordinaria difusión del ateísmo contemporáneo. Un mundo cruel, imagen de una iglesia -en la que yo nací- que no dejaría de torturar mentalmente y espiritualmente con sus conflictos intestinos a sus propios hijos, tras el concilio vaticano segundo“¡Nazi, ladrón, fascista, eso es lo que eres!” Esas son las palabras (ofensivas, insultantes) que habrá dedicado un individuo -joven, por las trazas, en el vídeo que circula en la red sobre el incidente- al actual arzobispo de Valencia, cardenal Cañizares (antiguo arzobispo de Toledo y cardenal primado) durante una celebración litúrgica en la catedral de Ávila, y que me han llevado a dedicar al incidente esta entrada. Me alejé de la iglesia -de forma pública (y notoria)- hace ahora exactamente treinta y cuatro años. Nunca me volví atrás.
Ya lo conté en el libro que escribí y publiqué a la salida de la cárcel portuguesa tras tres años y medio de encarcelamiento a raíz de mi gesto de Fátima, y de pronto me siento en el deber de evocarlo de nuevo ahora y es que aquello, aquel gesto retransmitido en directo a las cuatro esquinas del planeta- me liberó de golpe de todo un lastre interior, intelectual -como un corsé cerebral- que era fruto en mi de todo un legado sociocultural e ideológico y teológico a la vez que era el de mi medio sociológico y familiar de procedencia en resumidas cuentas.
Como si se hubiera hecho añicos de pronto en mi mente, sin hacerle ni un rasguño siquiera, igual que algo que me sucedió de niño en el colegio, cuando se me cayó encima uno de esos ventanales enormes de los colegios de curas antiguos, con tan buena fortuna que el armatoste aquel que si me hubiera pillado por uno de sus travesaños podía haberme dejado allí en el acto, me pasó (como milagrosamente) por encima, rompiéndose el cristal en mi cabeza que aguantó el envite sin causárseme el menor daño, y saliendo del trance sano y salvo, con el marco de la ventana rodeándome, a mis pies y el cristal en el suelo hecho añicos. Algo así me ocurrió en verdad con mi herencia “doctrinal” -teológica y religiosa y clerical- tras mi gesto de Fátima.
Y algo de eso no dejaron de notar sin duda aunque yo nunca me pronunciase explícitamente sobre esos temas, o no del todo, y muy de cuando en cuando, mis lectores de Periodista Digital en donde funcionaba a no dudar -a través sin ir más lejos de su sección de “Religión Digital”- una censura religiosa por muy progre y muy discreta que se quisiera que a la larga -y no doy nombres porque a fe mía no sé exactamente de donde pudieron venir los tiros (a espaldas muy probablemente de los responsables de la sección aquella)- hizo que se acabara dándome de baja de aquella blogosfera.
Dejé pues, en un momento dado de mi vida, de creer en la iglesia (católica, apostólica y romana) que seguía viéndose objeto de dogma tras el concilio vaticano segundo, por muy despojadas -de creencis "maximalistas"- que se vieran las verdades/de/fe y por muy progre que se hubiera vuelto el magisterio eclesiástico que seguía proponiendo aquellas al asentimiento de los fieles. En un libro de Dominique Venner -el escritor “nacionaliste” francés (católico bautizado) que se suicidó hace tres años en París, en la catedral de Notre Dame-, que ya cité y mencioné en mis ultimas entradas y que me acabé de un tirón la semana pasada, se viene a decir que el espectáculo (lacerante) de la crueldad del mundo (exterior), que la revolución informática y los avances prodigiosos en materia de comunicación de las que habrán sido teatro las últimas décadas, habrán hecho visible y patente como nunca antes en la historia de la Humanidad al conjunto de los habitantes del planeta, se compagina mal con la idea de un dios/creador, y en esa antinomia tan fatal e irreductible -entre crueldad del mundo y bondad de lo creado- veía el escritor francés mencionado la causa última y principal del la secularización y de la extraordinaria difusión del ateísmo en el mundo contemporáneo
“El mundo fue siempre cruel”, escribía a modo de glosa Dominique Venner cáustico y profético a la vez. Y nuestro autor venia a exhumar así uno de los argumentos favoritos del ateísmo de los últimos siglos, y de la tradición laica -léase laicista y librepensadora- que resumiría mejor que muchos otros (y con genio literario por descontado), la frase célebre de Albert Camus, el escritor existencialista francés (“pied-noir) -de ascendencia española- que la tradición de izquierdas sigue contando entre los suyos pese a sus posturas “heterodoxas” durante la guerra de Argelia a favor de la continuación de la presencia francesa en su antigua colonia. “Hasta el ultimo instante de mi vida, escribió Camus, rechazaré la idea de un dios que permite el sufrimiento de una criatura inocente”
Nunca me resultó convincente del todo ese aforismo tan celebre, lo confieso. Digamos que mi problema fue otro, un poco distinto, un poco más a ras del suelo dirán tal vez aquí algunos, aunque el distanciamiento que se siguió no fuera menos categórico e irreversible. El problema no me lo planteó -o no directamente al menos- un Dios/bueno y creador de un mundo cruel a la vez, sino una Iglesia que torturaba (aposta) a sus hijos mas fieles -como así se sentía el que esto escribe- hasta llevarles a situaciones límites (y humanamente sin salida) como a mi me llevaron unas posturas en las cuales creía firmemente a mi gesto de Fátima. Hasta entonces, el seguimiento dia a día de la actualidad religiosa que aún seguía ocupando un gran espacio mediático en la España de los años que se siguieron a la terminación del concilio vaticano segundo, fue algo que viví desde mis tiempos de la Universidad como una tortura de la gota de agua, el símil que utilicé en mas de una ocasión y del que sigo sintiéndome satisfecho.
“Muerto el perro se acabó la rabia”, reza el refrán castellano. Dejé de creer en esa iglesia madrastra -y mucho peor tal vez que eso- y en sus papas, y dejé ipso facto de enrabiar y de “endemoniarme” y de echar baba (un decir) leyendo entonces las crónicas de religión de los diarios españoles -o de los franceses-, la columnas de ABC del padre Martín Descalzo, por ejemplo, cura progre y periodista si los hubo en la España del tardo franquismo (y del pos concilio) Y fue porque dejé de leerlos, dejaron de interesarme en una palabra. Hasta hoy. Y si falto a la regla de vez en cuando y me adentro en ciertos blogs o en ciertas publicaciones propiamente eclesiásticas o eclesiales -de eclesiásticos o de seglares y vaticanistas, españoles o extranjeros- y me hago de ello eco en mi blog, lo es por curiosidad (periodística) más que nada, perfectamente consciente sin embargo como no dejo de estarlo, de lo que me voy a encontrar en ellos, y si a veces salta la liebre de la sorpresa (agradable), eso me llevo en zurrón, que no me esperaba. ¿Sigo acaso creyendo en un dios/bueno y creador?
Lo consultaré con mi director espiritual, es lo que se me ocurre, parafraseando un tópico que aprendí conviviendo entre franceses. Una respuesta a la francesa, como dirían los españoles. Y es que estuve tentado de pensar en el pasado aún reciente que lo que yo había dejado de lado (para siempre) lo era la religión, lo religioso en el hombre, en las sociedades y en los individuos,.Y me habrá aclarado las ideas una vez mas la lectura del escritor francés auto/inmolado, que en el libro suyo que mencioné má arriba se definía como ateo y religioso (sic), y a la vez alérgico a las diferentes confesiones religiosas y creyente al mismo tiempo en la fuerza del espíritu y de lo espiritual en los individuos y en los pueblos. Y en ese mundo de ideas confieso que me sienta a gusto, sin constreñimientos. No creo en la iglesia en la que fui bautizado (y educado), ni en sus papas ni en sus obispos y cardenales.
No creo en el cardenal Cañizares ni en sus mensajes polémicos -los suyos y los de una serie de eclesiásticos españoles más o menos de su cuerda- que mezclan verdades y dislates en su magisterio, sobre todo en cuestiones de sexualidad, en materia por ejemplo de la (llamada) ideología del género. No es óbice que me habré sentido insultado y desafiado yo también por el escrache del joven “perro flauta” de la catedral de Ávila. En lo que su gesto -como el del escrache de las jóvenes feministas de la Complutense hace cinco años- tiene de alarmante y de sintomático, de un resucitar de los viejos fantasmas de la guerra civil, de afrenta y de amenaza a la vez a nuestro integridad colectiva léase a nuestra identidad española y europea. Y a la memoria y a la historia a la vez que la inspiran y sirven de fundamento
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