miércoles, junio 24, 2015

NEGACIONISMO DE LA SHOAH Y HEREJÍA PROTESTANTE EN BÉLGICA

En el contencioso (tan dramático) que enfrenta a Jean Marie Le Pen con su propia hija por cuenta de la dirección y orientación política e ideológica del Frente Nacional francés es indudable que lo judío (por expresarlo con un eufemismo) cobra un protagonismo del primer orden. Como lo ilustran las acusaciones en la prensa de hoy del fundador del partido que acusa a su hija Marine de convertir el Frente Nacional en un simple escudo protector (sic) de la comunidad judía en Francia. Palabras mayores. Y la figura del viejo patriarca del nacionalismo francés se ve todavía más en el centro de la escena en el tema (en ascuas) por la condena en las últimas horas del ex–diputado belga Laurent Louis de un delito de negacionismo en base a uno de sus escritos donde comentaba sin condenarlas la célebre frase de Jean Marie Le Pen sobre el detalle (sic) de las cámaras de gas. la primera condena, en veinte años, en aplicación de la ley belga anti-negacionista
El ex-diputado belga (independiente) Laurent Louis acaba de verse condenado por la justicia belga a seis meses de prisión (“avec sursis”) -de libertad condicional o prisión menor en derecho español- por delito de negacionismo léase negación de la Shoah, después de verse visto inculpado por iniciativas de organizaciones judías y (filo) masónicas belgas.

Y tras breves momentos de vacilación (humildemente lo confieso) e instante me parece llegado de abordar claramente esa cuestión aquí en mi blog, sin tapujos ni complejos. Hasta ahora –lo confieso humildemente también- adopté una actitud de discreción (relativa) y de puesta “de perfil” (más bien) en el tema, frenado y embarazado sobre todo por mi condición de extranjero en Bélgica que me parecía que me imponía cierto deber de circunspección o de reserva.

A la conclusión habré acabado llegando en cambio que una muestra por somera que fuera de respeto y de aprecio sinceros y auténticos hacia el país que me dio acogida (hace ya tanto) me imponía justo lo contrario, a saber, de mezclarme y de verme inmiscuido en los problemas y en las cuestiones que dividen y que agitan (considerablemente) los espíritus de antiguo aquí- mientras que en otros como Francia o Suiza me la negaban y cuando en la propia España me vi obligado a rendirme a la evidencia que todas las puertas se me cerraban.

Con la amenaza latente además como una espada de Damocles que pendía sobre mí del linchamiento periódico intermitente en los medios –de verme puesto en la picota por ser el cura (integrista) que quiso matar al papa-, que no conseguiría ahuyentar (del todo) tras mi extradición es cierto pero que sin duda me afectó mucho menos que si me hubiera visto –de nuevo, con frecuencia o intermitencia- en los papeles entre los míos, entre mis propios compatriotas, como hubiera fatalmente sucedido de haberme quedado en España intentando el labrarme allí un futuro o simplemente el tratar de ganarme (allí honestamente) la vida sin meterme en nada -ni con nadie-, como voces piadosas de mi entorno me aconsejaban insistentes.

Empresa a todas luces ilusoria y más aún vista con la retrospectiva que me da el tiempo transcurrido, en las circunstancias de tiempo y de lugar y de todo tipo que concurrían entonces, en pleno felipismo, y con el telón de fondo gravitando siempre de cerca de la guerra civil interminable que denuncio en mi reciente libro.

En el 92, en el Quinto Centenario del Descubrimiento de América y del decreto de Expulsión de los judíos, de los Reyes Católicos protagonicé –a caso hecho (lo confieso)- un incidente en el vestuario del colegio de abogados de Bruselas del que yo entonces formaba parte –con la efemérides aquella de telón de fondo- que marcó (al rojo) mi destino aquí en Bélgica y fue en la medida que arrostrando la tempestad aquella contra viento y marea me empeñé en seguir residiendo aquí y no en emprender de nuevo el andar errante como todo parecía invitarme a ello en aquellas circunstancias.

Decidí en cambio quedarme en Bélgica, arrostrar la tempestad aquella y cero que pagué con creces la actitud de desafío que fue la mía entonces. Y si decidí quedarme, hoy pienso que por encima de otros factores de menor incidencia lo que volcó la balanza en favor de aquella decisión lo fue un imperativo de memoria histórica -la de un español en Bélgica o si se prefiere- la memoria del pasado español –léase de los tiempos el régimen español (sic) de los países bajos como le llaman algunos autores belgas.

La memoria histórica de un pueblo, de una nación como la española que arrastra un (pesado) contencioso histórico en relación con el judaísmo y con los judíos, se quiera o no reconocer, dentro y fuera de sus fronteras, y más si cabe fuera de España por culpa de la llamada leyenda negra siempre viva –aunque por veces parezca más o menos dormida o en estado de somnolencia- que nos estampilla y estigmatiza y crucifica (in vitam aeternam) como el país de la Inquisición, de los autos de fe, precursores del moderno racismo de estado.

Como así lo sentencia por paradójico que pueda parecer la obra de un autor francés -oriundo –de origen español (de nacimiento) y apellidos españoles Michel de Castillo (académico de numero nota bene de la academia de las letras belgas de lengua francesa)- en un libro best-seller en lengua francesa que lleva por título “Dictionnaire amoureux de l’Espagne” por paradójico que parezca, y en el que se diría que su autor pretende redimir a España –la suya propia- la que llevaba en su mente heredada de la memoria de os suyos y de su propia infancia –marcada por la guerra civil- extirpándola en la memoria colectiva de la España histórica, del Siglo de Oro, de la monarquía católica, la España que fue encarnación a sus ojos del mal absoluto o indecible sin duda alguna.

Por todo lo que precede y por muchas otras consideraciones habré decidido recoger el guante del desafío que me lanzaba al rostro la noticia oída ayer en la radio de improviso sobre la condena del ex-diputado belga por un delito de negacionismo. Y lo hago y me decido a partir una lanza en este tema (tan peliagudo) consciente de los riesgos que afronto, por afecto y un sentimiento inalienable de arraigo a este país, a su pasado y a sus habitantes, que es además el país de nacimiento de mi propio hijo.

No importa. Como no me importaron los riesgos y desafíos que afronté ya aquí hasta ahora y de los que salí siempre airoso en el fuero interior no sin dejar de pagar por ciento constante y sonante –en discriminación por razón de mi pasado, y por motivos ideológicos, y en exclusión social y profesional y en pena de cárcel incluso y persecución judicial como aquí ya lo he dejado registrado.

Hay que atreverse a proclamarlo no obstante. Las leyes negacionistas y en particular la ley belga particularmente represiva en la materia (del 23 de marzo del 95) que siguió de poco tiempo en su elaboración como por casualidad –un año apenas- el revuelo que se armó en los medios belgas y en la opinión pública aquí en torno a mi persona con ocasión del incidente al que más arriba aludo que acabaría desembarcando en mi expulsión -acusado de anti-semitismo (una acusacion que no retendría el tribunal en el proceso que se me siguió justo a continuación por lo penal)- del colegio de abogados de Bruselas (septiembre del 2003) me plantean serios problemas de todo punto de vista.

Y en particular desde le punto de vista constitucional y jurídico, en la medida que se trata de leyes, de una ley anti-negacionista –y anti-revisionista (sic)- como la belga que es claramente una ley de excepción, contraria a la constitución belga que consagra claramente un derecho a la libertad de expresión (arts. 19 y 25), en base además (para más inri) a una tradición o una memoria revisada –y de un innegable signo anti-español- que veía en la restricciones en la materia el mal de los males de la historia de los países bajos, por donde le vendrían a los belgas todos los males (léase, por culpa de los españoles)

El diputado Laurent Louis –al que en el fallo del tribunal se le acusa no de negar sino (sic) de minimizar- se habrá limitado ahora a poner en duda cuestiones de orden estrictamente históricos referentes a la Segunda Guerra Mundial y la decisión del tribunal belga es sin duda una señal clara de advertencia e intimidación a todos los que se verían tentados de imitarle o de seguir sus huellas, y susceptible por cierto de abrumar de perplejidades y temores e inquietudes a algunos como el que esto escribe que lleva escribiendo ya tanto y desde hace tanto tiempo de contenido herético o susceptible o sospechoso o con perfume a herejía -como decían los antiguos- sobre ese tema y otros -de la Segunda Guerra Mundial o de la guerra civil española (del 36)- con aquel de una manera u otra más o menos estrechamente relacionados. Me afecta además como español residente en Bélgica esta polémica por partida doble.

En el plano constitucional, de los derechos reconocidos por la constitución belga, y además, por un imperativo de memoria histórica, de la memoria de la presencia española en los países bajos, en la medida que la historia oficial -y la memoria oficial- que arrastra el estado belga independiente de aquel periodo histórico condenan sin distinciones ni tapujos por cuenta de la libertad de conciencia (sic) y de su corolario inseparable, la libertad de expresión que el régimen español habría gravemente conculcado entonces sirviendo así de detonante al estallido de las guerras de religión en otros términos de las guerra de Flandes que en la historiografía belga y holandesa se conoce con el nombre de Guerra de los Ochenta Años.

Una represión –así reza la leyenda, que me diga la versión oficial de la historia de aquel periodo, tal y como tuve la ocasión de comprobarlo en mis estudios (finalizados) de Historia del Cristianismo y de la Laicidad (sic) en la Universidad Libre de Bruselas- que daría inicio con los llamados pregones contra la herejía (en francés “placard”, anuncio) –de prohibición de leer o de difundir textos heréticos (léase protestantes o calvinistas)- en tiempos del emperador Carlos V y se proseguiría con la implantación del tribunal de la Inquisición y de los autos de fe que cobrarían todo su protagonismo en el reinado del hijo y sucesor de aquél, Felipe II. Con los españoles –reza la leyenda (que oí yo repetidamente de mis propios oídos en las clases de la ULB)- se dejó de reír en Bélgica. Punto.

Y la sentencia de ahora, condenando –con pena de cárcel- al ex-diputado belga por negacionismo, quiere dejar claro a su vez que en el tema de Shoah no se admiten bromas, léase libertad de juicio en el foro externo (por la vía oral o por escrito)

Como diría Nuestro Señor Don Quijote en la obra más universal de la literatura española –que se publicó por vez primera nota bene precisamente aquí en Bruselas-, para un viaje así, querido Sancho no necesitábamos alforjas

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