Lefebvristas (o integristas), el sector de la iglesia que perdió la segunda guerra mundial en el 45. Las pistas resurgen ahora como si reemergieran de la maleza de la historia contemporánea. Jean Michel Faure –el obispo recientemente ordenado por Richard Williamson- aparece en esa foto al lado de Monseñor Lefebvre en la época –años sesenta- en que yo le traté asiduamente, primero –durante cuatro años en el seminario de Ecône-, y luego durante dos años en Argentina donde le ayudé a fundar el seminario tradicionalista de allí, antes de volverme a Europa en enero de 1980. Había nacido en Constantina durante la dominación francesa de una familia de colonos muy influyente, y se vio profundamente marcado por la guerra de Argelia y por la independencia y la expulsión de los franceses de la que llegó a ser una provincia más de la metrópoli. Pero mas hondo y mas antiguo en el tiempo aun, arrastraba –y doy fe de ello- una memoria (viva y sincera) de la Colaboración durante la Segunda Guerra Mundial, que en los territorios franceses de África del Norte –un tabú que pervive todavía- fue unánime y masiva…por lo menos hasta el desembarco aliado en octubre del 42. Memoria del general Darlan, francés de África del Norte, y jefe de gobierno con el mariscal Pétain en Vichy, víctima de un atentado a manos de la resistencia; y memoria del hundimiento a manos de los ingleses –por mandato expreso de Winston Churchill- de la flota francesa en el puerto de Mers-el-Québir –en español Mazalquivir, que fue española durante cerca de tres siglos- en las inmediaciones de Orán (3 de julio de 1940), donde encontraron la muerte de cerca de mil quinientos marinos franceses. La tradición eclesiástica en su formas integristas arrastra buenas dosis de memoria histórica, sobre todo entre franceses, memoria de los vencidos de la Segunda Guerra Mundial, y memoria de todo lo que la Revolución francesa se dejó en la cuneta. Y ese es el reto tan peligroso que plantea en el fondo su actitud recalcitrante de resistencia para el Vaticano y las grandes potencias –sustancialmente Estados Unidos e Inglaterra- que le tutelan. Y sin duda también para el papa argentino, al que tanto Jean Michel Faure como Richard Williamson debieron conocer bien, por razón de proximidad geográfica aunque solo fueraFernández de la Cigoña tras un eclipse prolongado más largo del que él mismo había anunciado reaparece ahora o nos cae de nuevo encima –como un aparición, o un meteorito- en otro sitio digital siempre dentro de la disciplina y de la obediencia, faltaría más aunque en lo que le ataña personalmente da la impresión de antiguo de decir y escribir y pensar lo que le viene en gana y de poner y quitar sino reyes ni papas sí obispos y arzobispos y cardenales de la iglesia de Roma, y de contar y difundir y esparcir todos los chismes y rumores que circulan por el mester de clerecía habidos y por haber. Y ahora en uno de sus primeros mensajes de esta nueva singladura suya digital parece verse preso otra vez de la fiebre de las apuestas en materia de excomuniones que es lo que se diría que mas morboo periodístico despierta entre sus lectores, y mas aun, si cabe el tema conexo siempre en ascuas de los “lefevristas” –una expresión periodística típicamente española, “transicional” que me diga, de aquella “época- y el de Lefebvre, de su legado y de su memoria, a tenor de lo que el mismo De la Cigoña habrá confesado en más de una ocasiones que esos son los posts más leídos y visitados de todos lo suyos.
Y tiene algo de periodismo carroñero (y con perdón) –no se me negará- ese furor canónico que lleva a algunos guardianes del dogma y de la moral y de la obediencia debida a la autoridad (eclesiástica) a husmear en permanencia el menos síntoma o atisbo de sanciones –dentro de la iglesia de dios- y a festejarlas -por el realce y la resonancia e importancia que contribuyen fatalmente a darlas- y a regodearse en ellas. De La Cigoña no lo dice ahora pero yo lo diré aquí por él, que el nuevo obispo ordenado por Richard Wlliamson, Jean Michel Faure, es un viejo conocido suyo, al que si mi memoria no me falla creo que conoció a través mío, y al que me consta que tenía (entonces) por un santo varón.
Jean Michel Faure con otros dos seminaristas de Ecône me acompañaron en un viaje estival a España estando yo en el seminario aquel suizo, a Madrid precisamente, patria chica del que esto escribe, donde intentamos dar una conferencia de prensa en el clima de expectación que la tensión in crescendo entre el arzobispo francés y el Vaticano tenia creada, en la opinión pública francesa mayormente, porque que en lo que a España se refiere el interés se veía reducido a sectores muy minoritarias, y ya entonces -en plena transición- puestos a la defensiva como quien dice.
Y así estuvimos –de sotana hasta los pies los cuatro de la misión aquella- en los estudios de televisión española de Prado del Rey en lo que los inquilinos de aquella casa les debió parecer una incursión de marcianos, aunque debo decir que la impresión -de extra terrestres- fue un poco recíproca, a la vista de todo aquel rojerío trasplantado de golpe de Somosaguas y de la Universitaria hasta los estudios de la televisión estatal española –un respeto-, que no nos trataron especialmente con hostilidad visible pero que no nos cerraron menos todas las puertas, con lo que el balance de aquella visita/pastoral se reduciría a una entrevista que nos hizo el diario ABC –y que circula aún por la red- en la que salimos los cuatro fotografiados, iguales que ahora sólo que grosso modo con (casi) cuarenta años de menos.
Por aquellos tiempos De la Cigoña –él y los suyos- debía ubicarse entre los llamados “silenciosos de la iglesia” –“silencieux de l’église” en francés- una fórmula periodística, criatura de los medios en Francia, en el posconcilio inmediato, que designaba a aquellos católicos de mentalidad tradicional o conservadora que sufrían en silencio las novedades conciliares, por amor/a/la/iglesia, una actitud que sería la regla mayormente en España al contrario que en Francia y en otro países europeos o del otro lado del Atlántico donde la disidencia integrista prendió con mucha más fuerza.
Había que saber ser español, léase católico a “la española”, en la obediencia precisamente, por oposición a lo francés que históricamente era tendencia a la fronda y la insumisión y al cisma (nacional o galicano): esa era la consigna entonces –que tanto rédito les dio- en los sectores eclesiásticas españolas que más sentían la amenaza de la disidencia “lefevrista” echárseles encima (como el bofe en la nuca), algo con lo que conseguían despertar y congregar no pocos fantasmas y espectros de un pasado –anti francés, léase anti-napoleónico- aun no tan remoto ni tan hundido en los recuerdos y era algo no obstante, a la vez, en lo que históricamente no tenían razón –pese a las apariencias- porque ese rebeldías galicanas encontraron siempre mucho mas eco y seguimiento en la Roma papal –me refiero en la edad moderna- que la sumisión y el subalternaje (y el servilismo (clerical) hispanos.
Como decía un buen amigo de De la Cigoña, Pedro Sáinz Rodríguez -Don Pedro, como le evocaba invariablemente Eugenio Vegas en sus tertulias- en el vaticano a los españoles nos consideraban seguros por propia definición y así todos los mimos y todas las contemplaciones y concesiones iban parra aquellos díscolos católicos franceses. Y con la España católica y fiel se permitían en cambio el fomentar los separatismos regionales –vasco y catalán- como lo denunciaría Rafael Sánchez Mazas en su libro prohibido de los años de la Republica (continúa)
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