“La hipótesis teológica del papa hereje” (“A hipótese teológica de um papa herege”) (1975) de Arnaldo Xavier da Silveira, entonces miembro de la TFP brasileña. Primera edición (reciente) en la foto -hasta prueba de lo contrario (y salvedad hecha, tal vez, de una edición confidencial en lengua alemana, de hace cuarenta años)-, de una obra que me marcó y que leí y releí en versiones ciclostiladas -en portugués- ávidamente en mis años del seminario de Ecône. Hoy ya hace mucho que la arrumbé en el cuarto de las trastos viejos y de las lecturas obsoletas (como pieza de museo), la guardé no obstante en el recuerdo en la medida que me ayudó a emanciparme no poco del corsé mental que arrastraba en relación con la figura del Papa, de mi educación y de mi medio familiar y socio/cultural (católico/romano) de procedencia. Y fue en todos los ámbitos, y en particular en materia de moral sexual. Como fuera, sin ella -y lo digo midiendo mis palabras-, no se explica mi gesto de FátimaEn uno de los pasajes cumbres de su obra más polémica “El Anticristo” exclamaba Federico Nietzsche, “tenemos que mirarnos de frente, somos hiperbóreos, venimos de un desierto de siete soledades” Y siempre me pregunté por qué me llegara tan hondo la fuerza de evocación de ese aforismo. No sólo Nietzsche, algunos -como el autor de” estas líneas- también venimos de muy lejos en el mundo de hoy, tan lejos, tan lejano como lo estaba para la mentalidad del español medio en el mundo de hoy la sociedad española de la década de los sesenta -del pasado siglo- justo en vísperas de la mutación cultural (y espiritual) que sufriría en en su conjunto los años aquellos. Un mundo al que pretendí aferrarme y ser fiel en su derrumbe, en resumidas cuentas..
Lo que tenía en el fondo su explicación psicológica y sociológica a la vez, sin querer justificarme tampoco (y que se piense de mí lo que se quiera) y es que como lo canté en uno de mis primeros poemas -que perdí de vista (con otros muchos) ya ni recuerdo cuándo- me abrí a un mundo de adolescente -la España de mediados de los sesenta- “justo en el preciso momento que se venia abajo”
Y me sería precisos años y una trayectoria de autentica odisea -de notoriedad publica en parte- para acabar llegando a la conclusión a la que llega Zaratustra -en la otra obra cumbre del filosofo alemán-, en otros términos, para llegar a conocimiento de la noticia mas terrible (sic) y mas extraordinaria de mi época, en la que crecí y me hice hombre, a saber la muerte de Dios, en otros términos la muerte de la Iglesia Católica (tradicional) en la que nací y crecí y fui educado, y me hice hombre, hasta que empezó a venirse abajo, o por expresarlo en otros términos cuando perdió -o empezó a perder según la diferente percepción de unos u otros- la credibilidad universal (urbi et orbe) de la que había gozado hasta entonces entre muchos.
Y cuando digo que murió, vengo a querer decir que dejo de ser creíble. Como suena. Y todo ello me viene al espíritu y a le mente ante la polémica que crece y crece desde ya hace algún tiempo sin duda al interior de la institución eclesiástica -y me refiero a la iglesia católica, claro está-, y que acaba de estallar en los medios a raíz de la carta firmada por cuatro cardenales de la Curia -uno de ellos todavía en ejercicio- dirigida al papa Francisco en la que se ponen en entredicho la ortodoxia de algunas de las afirmaciones vertidas en la ultima encíclica papal “Amoris laetitia” sobre la familia (y la sexualidad humana) Le he echado un vistazo un tanto rápido a la polémica, al texto de la carta cardenalicia y al de la encíclica papal y a los comentarios que habrá suscitado aquella en la red y llego a la conclusión que la crisis abierta a partir de ahora en el seno y en la cúspide de la institución eclesiástica se anuncia de una gravedad y de un alcance imprevisibles.
Y no tanto por los argumentos -perfectamente discutibles y sin duda más que obsoletos los más de ellos sino en su totalidad que utilizan en su misiva al papa los cardenales contestatarios (todos ellos del ala conservadora) sino por el gesto en sí de le puesta en duda o entredicho -en publico- de la autoridad doctrinal del papa reinante (y de su magisterio-). En mis años de seminario de Ecône me apasioné por una polémica que ardía en llamas entonces análoga a la de ahora con cuarenta años de adelanto, sobre la hipótesis teológica (sic) del papa hereje), que se recogía en una obra teológica y de denuncia a la vez de un brasileño miembro de la TFP -y discípulo predilecto de su fundador, el profesor Plinio- que circulaba bajo manto -sin la aprobación explícita del director del seminario ni de su fundador y mentor supremo, Monseñor Lefebvre- que arrumbé hace mucho en el cuarto de los trastos viejos, de las cosas y de las lecturas caducas y obsoletas, y que guardo no obstante en el recuerdo por haber me ayudado no poco -y como tal la sigo estimando- a liberarme del corsé mental que arrastraba de mi educación y de mi medio familiar y sociológico -y sociocultural- de origen,en el que la autoridad (infalible) -doctrinal del papa de Roma era un pilar esencial (e "infalible")l.
Empecé a ver en Pablo VI, el papa entonces reinante, un “hereje” -en otros términos un impostor, un anti-papa (o como se le quiera llamar)- léase un cripto/marxista (para dejarnos de eufemismos), y por ahí acabé liberándome mentalmente de tantas cosas aunque el precio a pagar -como un derecho de peaje- fuera tan caro, a saber un itinerario de disidencia (y de emancipación) que me llevaría a mi gesto de Fátima y a todo lo que se seguiría (pasando por la cárcel portuguesa) No importa, asumí y sigo asumiendo, como aquí todos (o casi todos) ya lo saben.
Y ahora parece que estuviera reviviendo una situación análoga o idéntica a la de entonces, aunque esta vez en tercera persona y desde el otro lado de la barrera. He estado examinando detenidamente los términos de la carta de los cardenales y veo que se ajustan (estrictamente) a uno sólo de los puntos o de los temas de moral -léase de moral sexual- que se abordan en al encíclica de Francisco, saber lo referente a la castidad conyugal, a la fidelidad de la pareja en el marco (estricto y riguroso) de la doctrina -dogmática (stricto sensu)- de la indisolubilidad del matrimonio y de la condena del adulterio, léase del ejercicio o de la práctica de la sexualidad fuera del marco del amor conyugal y de las condiciones estrictas inherentes a aquél en conformidad con el magisterio de la iglesia/católica.
Extrañamente o más bien por razones o motivos fáciles de inducir (o de imaginar), la carta de los cardenales pasa (sigilosamente) sobre silencio un tema aún más polémico que el del adulterio, abordado en la encícílica papal y me refiero a la homosexualidad, algo en lo que la encíclica se esfuerza a base de auténticos malabarismos argumentales en permanecer dentro de la doctrina tradicional -léase la condena sin paliativos- en la materia, y al mismo tiempo no deja de introducir elementos de una carácter novedoso indiscutible, al origen principalmente -cabe conjeturar- de todo el desconcierto y del revuelo que la encíclica papal habrá causado entre algunos. Y me refiero a la advertencia recogida en la la encíclica de evitar las discriminaciones injustas (sic) en relación con los homosexuales (Amoris Laetitia, n. 250) Lo que parece abonar en el sentido de la propaganda difundida mundo a través por los lobbies homosexuales (y homosexualistas), femeninos como masculinos.
¿Papa hereje Francisco por venir a justificar el adulterio (despenalizado hace ya un rato, nota bene) en los ordenamientos jurídicos de los países occidentales)? ¿O simplemente un papa -tan cripto/marxista como sus predecesores- que viene ahora a poner (un tanto escandalosamente) de manifiesto la falta de credibilidad que arrastra la iglesia en materia de moral y buenas costumbres al interior como al exterior de la masa de sus fieles en el mundo entero?
Que pasó de condenar a la hoguera eterna a los culpables de sodomía (sic), hasta abrirles las puertas del “reino”. Y a erigirlos en ejemplo de conducta social e individual, en resumidas cuentas
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